Teresa Hernández
Datos del libro y de la autora, pinchando en: Blog Libros Mablaz, todos los géneros
Sinopsis:
Existe un pasillo que no tiene principio ni fin en el que el pasado se
confunde. Es un lugar inhóspito habitado por seres extraordinarios que ocultan
leyendas; casi ninguna tiene trascendencia, pero todas forman parte de la
historia, la que vivimos y la que se vivirá.
Eso es La Galería de los Susurros…
El término “galería de susurros”
en arquitectura define a un edificio con capacidad de transportar un sonido
leve a otras partes de su espacio. En esta novela se refiere a las voces que
han pasado de generación en generación y que han permitido recomponer la
historia de una saga familiar ubicada en las frías tierras sorianas desde el
siglo XIX hasta la actualidad. Se trata de un paseo por la historia que convierte en protagonistas a personas
anónimas de cinco generaciones sucesivas.
Extracto, Primer capítulo:
Teresa está desconcertada.
Poco antes había descubierto el camino de las luciérnagas y el brillo
fosforescente aún permanece en sus pupilas. Entre el polvo, ocultas tras el
encaje que forman las cañas, han surgido esas criaturas extraordinarias que
iluminan la noche con sus discretas luces verdes.
—Coge una.
Su padre la anima y sin demasiada confianza
permite que le pose uno de aquellos gusanos sobre la palma de la mano. Está
tibio, mantiene la misma temperatura que el suelo en el que se arrastra y es
blando. Hunde su índice en el abdomen y la iluminación disminuye de intensidad,
pero no desaparece del todo. Su mecanismo de defensa es tan rudimentario que a
duras penas logrará protegerlo del más torpe de los depredadores. Levanta su
mirada del animal y enfoca la vista en el margen derecho de la carretera; allí
hay muchas manchas turquesa sobre el suelo, parece una granizada de esmeraldas,
piensa que no había visto nada tan bonito antes. A la memoria le vienen los
peces abisales que ilustran la enciclopedia de ciencias naturales que él le
muestra los domingos por la mañana, cuando se despierta temprano y se traslada
a su cama con el pesado libro azul bien sujeto entre los brazos para que no se
escurra. De todos los animales que se describían allí, sus preferidos eran los
seres de las profundidades, esos de aspecto monstruoso capaces de gestionar su
propia luz. Nunca dejaba de sorprenderse al llegar a la lámina, allí estaban
aguardándola inertes, con su expresión atroz y sus cuerpos viscosos y gélidos.
Pero son tan lejanos y distantes que no les teme, difícilmente se topará con
uno de ellos cara a cara. Sin embargo, las luciérnagas están ahí, la rodean, pero
son tan pacíficas que casi siente lástima por ellas.
En su entusiasmo es incapaz
de escuchar a los grillos que emiten acordes su único tono, los hay a cientos y
ha aprendido a cazarlos inundando los agujeros en los que viven. Los espía
cuando salen desorientados de sus madrigueras y los dirige hacia las jaulas que
fabrica entrelazando juncos, como ha visto hacer a los chicos del pueblo. Hay
otros escarabajos también, pero esos no cantan, solo hacen bolas de excrementos
que transportan con esfuerzo por tortuosas vías de guijarros. Las luciérnagas
le gustan más, piensa, y observa el pequeño cuerpo anillado que apenas se
enrosca al tacto de su dedo.
Teresa no sabe aún leer. Ir
al colegio le cuesta y cada mañana llora y patea antes de entrar. Sufre una
crisis de vértigo cuando tiene que traspasar el portón y se siente desvalida al
separarse de su madre. El drama que representa a diario es digno de una actriz
consumada, pero el espectáculo cesa en cuanto se sienta en su pupitre. Entonces
abre los ojos como platos y se transforma en una niña obediente que realiza
todas las tareas de forma aplicada. Repasa la pauta de las letras de su
cartilla con el lápiz afilado mientras se muerde ligeramente la lengua porque
así se concentra mejor. Lo va a conseguir, seguro. Aprender a escribir es sólo
cuestión de práctica.
Los números se le dan mejor
y puede contar hasta el veinte. Mentalmente comienza con la retahíla a la vez
que se agacha buscando en la penumbra más gusanos. Quiere hacer una fila larga,
como un tren, pero apenas ha colocado cuatro, las orugas se mueven y dejan de
estar alineadas. Las vuelve a situar en su puesto y descubre asombrada que no
todas son del mismo color, las hay casi azules, otras amarillean, incluso
existe un grupo que apena brilla, pero todas son mudas y aceptan humildemente
su juego. Pasa la lengua sobre el diente que se le mueve y siente el sabor
ácido de su encía ensangrentada. Es muy pronto para que empiece a cambiar la
dentadura de leche, le ha asegurado una obesa enfermera francesa que veranea en
la misma casa que ella, duerme justo en la habitación contigua y a veces
escucha sus ronquidos a través de la pared. Mañana le sacará el incisivo para
que el nuevo no salga torcido, pero esta noche todavía dormirá en su boca y
podrá balancearlo de adelante atrás como viene haciendo en los últimos días, no
puede evitar repetir ese movimiento una y otra vez.
Oye no muy lejos el murmullo
de las olas y sin pensarlo dos veces se descalza y corre hacia la arena oscura.
No hay luz artificial, apenas unas humildes bombillas decoran las ventanas de
las austeras casas de los pescadores a pie de playa. El cosquilleo bajo sus
pies es fino y juega entusiasmada a
seguir el rastro que un rebaño de ovejas ha dejado a su paso. Un poco alejado, más allá de la desembocadura
del río, las dunas desaparecen y el terreno se convierte en un pedregal. Allí
la naturaleza parece muerta y hay que remover los cantos para encontrar seres
sorprendentes, cangrejos que huyen al ser descubiertos, minúsculas pulgas que
saltan y chocan contra sus pantorrillas haciéndole cosquillas, pero sobre todo,
caracolas desprovistas de sus habitantes. Al cubrirse las orejas con ellas se
oye el mar. Esa noche no hace falta porque es mejor escuchar a las olas de
verdad, pero cuando vuelva a Madrid serán de mucha utilidad para recordar ese
rumor que ahora no la abandona ni de día ni de noche, cuando haga frío y haya
neblina podrá sentir ese sonido repetitivo; también le ayudarán cuando llore a
la puerta del colegio cada mañana porque no quiere entrar. Por esa razón guarda
una colección enorme en su cuarto, de todos los tamaños y muchos colores, para
no desprenderse del todo de la sensación de tener el mar cerca.
En la penumbra descubre el
contorno de un grupo de niños sentados sobre la gravilla. Los reconoce y se
detiene cautelosa. No quiere jugar con ellos, no sabe jugar con ellos; son
franceses y no entiende qué dicen cuando se dirigen a ella y se ríen. Prefiere
que no la inviten ni que los adultos insistan en que correteen juntos. Opta por
quedarse con Luisito, aunque no pueda caminar rápido porque tiene las piernas
envaradas entre unas barras metálicas y son muy delgadas, apenas la piel y el
hueso. Aun así se arrastra por el suelo con una habilidad pasmosa mientras
construye pistas para jugar con la chapas entrelazando sus dedos y
deslizándolos por la tierra arenosa para marcar la zona de la carrera. Teresa le
deja terminarla y luego se coloca a su lado para darle toques a los tapones de
las cervezas sin importarle que el cuello almidonado de su vestido de encaje
quede hecho unos zorros impregnado de sudor y polvo. Luisito también habla raro,
pero él es diferente, a él sí le entiende, el valenciano es más fácil y además
el niño se esfuerza en abrir las vocales para que suenen más amigas a la niña
que habla el español castizo y algo chulesco que escucha en casa. Su amigo
tiene una hermana que no parlotea en ninguna lengua porque aún es muy chica.
Hasta hace poco él creía que también era demasiado pequeño para andar y por esa
razón necesitaba utilizar aquel artilugio ortopédico, así se lo habían
explicado, pero cierto día Anita, que apenas levantaba un palmo del suelo, se
aupó sobre sí misma y dio sus primeros pasos ante la sorpresa y los gritos de
júbilo de aquellos que la observaban. Luisito comprendió. Arrastró sus hierros
hasta sentarse en el poyete de la puerta y lloró un rato largo en silencio para
asumir que nunca tendría unas piernas fuertes ni podría jugar al fútbol con los
chicos del poblado de pescadores.
El aviso de la cena propagado desde la ventana de su chamizo la salva de unirse al
grupo de críos y sale disparada en dirección a la casa. Su madre ha preparado
el cubo de pechinas que recolectaron durante la mañana mientras se bañaba en el
agua cálida y construía castillos con la pala. Es tan fácil capturarlas que no
para de hacerlo, sólo tiene que meter las manos en la arena con los dedos
abiertos y girar la muñeca, casi siempre atrapa alguna concha lisa y
escurridiza que de inmediato introduce en el balde. La orilla del mar está
sembrada de esos minúsculos bichos parecidos a los berberechos, los hay a miles
y están deliciosos cuando se abren por la acción del vapor y separan sus
cubiertas como si se tratara de una flor rompiendo sus pétalos de forma súbita.
Aquella tierra es fascinante.
El mar es inmenso y ella afortunada por haber conocido aquel paraje a tan corta
edad. Su padre tuvo que esperar veinticinco años para encontrarse cara a cara
con él y antes que él sus viejos abuelos no murieron ignorantes de aquel
paisaje debido a que el ejército los llamó a sus filas. Uno de ellos procedía
de una zona deprimida y austera del interior de Castilla que se acercó a la
costa tras recibir la orden ministerial que le destinaba a Valencia. Incrédulo
admiró a su llegada las tierras fértiles surcadas por los regadíos que los
árabes construyeron allí. Aquel abuelo pecoso y de cabellos panochos vio cómo
crecían las naranjas sin esfuerzo aparente de sus agricultores y el aroma del
azahar inundaba la atmósfera provocando una borrachera de los sentidos. La
variedad de frutas era enorme y colgaban jugosas de sus ramas, organizados los
arbustos por bancadas. Y luego estaba ese inmenso charco azul, tan brillante
que cegaba sus ojos casi albinos en los días claros. Todo se cubría con una luz
blanca que le impedía reconocer aquellos colores tan nítidos. En su pequeño
mundo no existía el mismo tono de azul, allí se mezclaba con el verde y en
otoño el amarillo viraba al naranja, mientras el único olor comparable en
intensidad era el de la resina caliente de los pinos de la comarca en el estío.
Regresó a su aldea con la esperanza de volver algún día con la familia
convertido en cartero titular de la capital, pero su deseo jamás se vio
cumplido. Su destino quedaría obligatoriamente ligado a la tierra que le dio la
vida, aunque transmitió el deseo de vivir en la proximidad del mar a las
generaciones que le siguieron y de las que Teresa resultaba el último eslabón
de la cadena.
También le gusta el viaje en
tren hasta llegar allí. Siempre lo hacen de noche en unas literas que los
mayores consideran duras, aunque para ella son perfectas. Desearía dormir en la
más alta, pero nunca se lo permiten, temen que se caiga mientras dormita. Mira
curiosa el paisaje por las ventanillas del vagón y la boca le sabe a sal cuando
apenas ha recorrido unos kilómetros desde la estación de Atocha. “Es imposible, aún queda mucho” se ríen
los grandes, pero es verdad, ella lo siente así y sus sentidos no pueden
engañarla tanto. Y es que quizá lleve dentro el sabor y el olor a mar y sólo sea
cuestión del traqueteo del tren para destapar el frasco de las sensaciones. Al
amanecer abandonan el convoy y se encuentran en una estación destartalada,
sucios, cansados y acompañados de una maleta de cuero enorme que pesa una
barbaridad. La playa está lejos aún y deben caminar un buen trecho hasta llegar
a la casa que alquilan. Van despacio por la orilla. Su padre, Pedro, cargado
con el equipaje a los hombros, hunde los pies
en lo que se diría terreno movedizo porque parece que va a engullirle a
cada paso que da mientras ella salta alrededor de la espuma blanca incapaz de
controlar la emoción. Llega a su destino calada hasta los huesos y con las
coletas tiesas chorreando agua y felicidad.
Hambrienta, devora la
comida. Además de las pechinas hay tortilla de patata y le encanta la forma en
que su madre la hace, con el huevo sin cuajar del todo. Aún no lo sabe, pero
nunca a lo largo de su vida conseguirá saborear algo igual e inevitablemente
cada tortilla que se cruce en su camino será comparada con aquellas piezas tan
jugosas y ligeramente tostadas en su superficie. No entiende la conversación de
sus padres sobre lo que cambiará su vida en poco tiempo. Ajena completamente a
la criatura del tamaño de una lenteja que se desarrolla en el vientre de su
madre, su imaginación deambula entre el misterioso paisaje nocturno que ha
descubierto dentro de los carrizos y responde afirmativa, pero ausente, a la
pregunta de ellos sobre si le gustaría tener un hermano.
No puede meterse en la cama
con los pies manchados de brea y le frotan con aceite para despegar aquella
sustancia negra y pringosa con la que recubren las barcas para hacerlas
impermeables; así no se inundan, le han explicado y pueden navegar mar adentro,
incluso más allá del horizonte. Ella sólo ha montado en la lancha del tío Tximo, una vez cuando perchaba en la
albufera buscando llisas. Es un
verdadero experto y exige silencio mientras maniobra rastreando los escondites
preferidos de los peces. Le contó que son de agua medio dulce, o medio salada,
según se mire, y por eso sólo pueden vivir allí, en esa balsa de poco calado en
la que se mezcla el río con el mar. Le ha enseñado a distinguir las espigas de
arroz crecidas en isletas entre los canales porque la gente que vivió antes se
encargó de robarle un pedacito al agua al mar depositando montones de tierra
para poder cultivar sus semillas. El viejo Tximo
tiene la espalda encorvada y la piel del color del cuero, no oye bien, pero su
voz, aunque también suena rara, tiene un tono especial que a todos les gusta escuchar. Siempre le
regala parte de su botín que orgullosa carga durante el trayecto hasta su casa
como si se tratara de su aportación personal a la cena.
Al atardecer suele visitar
la lonja de la mano de sus padres, el espectáculo de los pesqueros llegando al
puerto es impresionante. Ve sacar las
redes rebosantes de peces escurridizos que aletean sin sincronía intentando
deshacerse de la tosca atadura que los mantiene unidos, después los trasladan
en cajas para introducirlos en unas naves de tejado ojival de donde ya salen
inertes y con los ojos perlados, rodeados de pedazos de hielo. Se ha fijado en
que los pescados no tienen párpados ni pestañas; tampoco los cangrejos que
poseen una especie de bolitas negras, como de plástico, suspendidas de la nada
y pueden hacerlas girar, aunque permanecen ajenas al resto de su coraza dura.
Se pregunta si son capaces de descansar con los ojos abiertos y le angustia que
no puedan dejar nunca de ver lo que pasa a su alrededor, ni siquiera al ser
atrapados y la muerte se les antoja inevitable. En cambio ella presiona las
pestañas con fuerza cuando siente vergüenza o miedo y así se pasa antes.
Recapacita un poco y ratifica que es una suerte tener párpados.
Se revuelve entre las
sábanas sin ponerse el pijama para dormir, hace demasiado calor y su cuerpo
está húmedo y pegajoso. Se rasca el antebrazo mientras balancea compulsivamente
su diente apenas sujeto a la mandíbula inferior. Los mosquitos suponen una
tortura porque atraviesan su fina piel con demasiada facilidad, siempre tiene
algún picotazo que la impide conciliar el sueño. Oye girar la rueda de la
fuente que está frente a la casa. Es un volante rústico unido a una bomba que
proporciona un agua salobre, apenas apta para el consumo, aunque no por eso dejan
de beberla. Teresa voltea el aro siempre
que puede, cuanto más rápido lo hace mayor es el caudal que sale por el pitorro.
Es el juego preferido de los chicos, los hijos de los pescadores apuestan quién será el que logre más corriente y lo hacen chirriar
sin compasión alguna. El aparato rechina a modo de lamento bajo su presión.
Ella no puede competir, es pequeña y no tiene demasiada fuerza pero apenas se
marchan, agarra el mando y se cuelga de él para ver salir el chorro por un caño
oxidado y recogerse en una pileta agrietada que deja rebosar el excedente
directamente a la playa. Siempre hay un reguero marcado en la arena y a ella le
divierte cambiar su cauce, dirige el surco hacia otra dirección porque teme que
si no lo hace llegue a ser tan profundo que se convierta en una grieta capaz de
partir el suelo en dos. También se encarga de limpiar una baldosa de la
calzada. Si no fuera por su labor diaria, la arena la invadiría y desaparecería
como ha oído que ocurre en el desierto del Sahara, donde las gentes barren
continuamente las pistas que lo atraviesan para que los vehículos puedan
circular y no se pierdan engullidos por la masa de tierra candente. Su faena es
más modesta y consiste en dejar limpio de granos la loseta situada tras la
fontana. Es de cemento pero tiene grabadas unas líneas que parecen los rayos
del sol y se difuminan a menudo por los depósitos acumulados. Como estropajo usa
las bolas de estopa que ruedan por la playa y que ha visto utilizar a las
mujeres cuando frotan los calderos planos en los que guisan las paellas hasta
dejarlos lustrosos. Está segura de que esos rayos inscritos en la piedra tienen
una relación directa con la luz que les llega del sol y disminuye cuando están cubiertas;
por esa razón se preocupa de que estén en perfecto estado, porque a ella le
gusta cómo hace resplandecer la superficie de la balsa azul en la que se baña y
que su piel se oscurezca hasta parecerse a la de Luisito.
Tampoco tiene demasiado
interés en dormirse rápidamente. Dos noches atrás soñó que amanecía sin sol. Fue
un sueño extraño, había unos focos enormes entre las dunas para poder bañarse y
lucían tanto que no se podían mirar porque cegaban los ojos. La gente observaba
aquel fenómeno protegidos por unas gafas negras y cóncavas que apenas cubrían
los párpados, como las que utiliza su padre en casa cuando se pone ante la
lámpara de rayos UVA, un invento moderno importado de Inglaterra para
fortalecer la piel. Luego llegó una ola enorme y arrastró las lámparas mar
adentro. Se quedaron a oscuras porque, como no era de noche, tampoco había luna
y no se veía nada de nada. Se despertó muy asustada, pero no había peligro; por
suerte fue sólo un sueño que se desvaneció apenas bebió un poco de agua.
Abre los ojos en la
oscuridad y escucha las voces apagadas de una pareja de transeúntes pasar bajo
su ventana. Por algún efecto físico que aún desconoce, la imagen de los
paseantes se proyecta invertida y alargada sobre el techo, parecen figuras
chinescas extremadamente delgadas que se deforman hasta llegar a un punto máximo
y luego desaparecen. Piensa en Luisito y sus endebles piernas. Esta mañana le
quitaron los hierros y le sentaron al sol porque los médicos aseguran que la
luz y el calor mejoran su estado. Son tan flacas que no pueden soportar su peso
y las mueve sin sincronía, su movimiento recuerda al de los peces recién
sacados de la red que cada uno va por su lado. Ella también utiliza botas con
plantillas, lo había aconsejado el pediatra, aunque no son como las de su
amigo. Como su padre y su abuela, nació con los pies planos, pero para ella no
será un problema cuando sea adulta porque los moldes interiores del calzado
corregirán el problema pronto y no caminará torcida ni le dolerá la espalda.
Pero ahora tiene cinco años y pasa calor con esos zapatos que le suben más
arriba de los tobillos. No entiende bien por qué las niñas francesas utilizan
sandalias y ella no. Una las lleva de color dorado y brillan mucho; tampoco comprende
por qué su madre se negó a comprarle unos zapatos de lunares y tacón que vio en
un escaparate. Esa negativa la hizo llorar todo el día. Sus botas son feas y se
avergüenza de ellas porque su tío en vez de llamarla Mari Tere, como todo el
mundo, la llama la niña de las botas
malayas y eso debe ser una cosa malísima. Ese dichoso calzado la convierte
en una chiquilla torpe de pisada plana, incluso Luisito con sus hierros se
mueve con más agilidad que ella embutida en su horroroso calzado. Algo bueno sí
tienen: le permiten dar unas patadas descomunales a los que se ríen de ella por
llevarlas, no importa que se rompan pronto y la regañen. Y es que Teresa es muy coqueta. Se mira
atentamente en el espejo cada día preguntándose si es o no guapa y se sube la
melena por encima de la cabeza intentando peinarse con un moño alto como el que
luce su madre cuando va de boda. A ella no le hace falta un postizo, tiene el
pelo largo y mata suficiente como para trenzarlo y hacer filigranas con él
y de vez en cuando le escamotea los polvos de la cara a mamá y se embadurna entera. La regaña porque son caros y
para evitar que los malgaste, los sitúa tan alto en la estantería que no alcanza a cogerlos. Da igual,
siempre está el recurso del talco, ése se lo dejan gastar a discreción y se
pone una capa tan gruesa sobre las mejillas que parece un payaso. No todos
entienden por qué lo hace, ni siquiera ella, ni tampoco todos se ríen con la
ocurrencia. La que más se enfada es su abuela cuando la ve pintorreteada y la
obliga a lavarse la cara.
Ya estaba recuperada de su
brazo roto. Le retiraron la escayola antes de ir a la playa. Eso sí que fue un
acontecimiento extraordinario por el que llegó a ser la envidia de los niños
del colegio. El yeso quedó en muy mal estado después de los cuarenta días que
cubrió su extremidad, estaba descascarillado por todos lados y tan sucio que en
vez de blanco llegó a ser pardo, como el color de la panza de los burros. “Ha hecho buen uso de él”, fue el
comentario del traumatólogo al cortárselo y tenía razón, porque al igual que
sus botas resultó ser un arma inapreciable con la que se batía en duelo con
cualquiera sin temor a la derrota.
Se gira en la cama buscando
otra posición más cómoda y tropieza su vista con una estrella de mar seca
recogida al mediodía en unas rocas alejadas de la orilla. Esas piedras mojadas
constituyen el país de los seres extraños al que acude acompañada de los chicos
mayores mientras los adultos duermen la siesta. Es un lugar casi mágico, lleno
de mejillones adheridos, cangrejos que se ocultan en los orificios de las rocas
al intentar atraparlos y diminutos camarones saltarines. Aquel era un mar vivo
y lleno de actividad que perdería su vigor en poco tiempo, según la costa
quedara invadida por los emergentes edificios que se comerían las dunas y
secarían los humedales. Pero era aún el tiempo en que las olas se mostraban
efervescentes y la espuma blanca no era producto de los detergentes. A lo lejos
se divisaba el que sería el primer ejemplar de edificio dedicado al turismo
masivo, sólo era el germen de un gran hotel, una estructura de hormigón y
acero. Antes de encontrar el camino de las luciérnagas habían caminado por la
playa hasta aquel esqueleto para recorrer las estancias sin tabicar y asomarse
a las ventanas sin marco. Aún no era una construcción y ya resultaba
inquietante, no presagiaba nada bueno. Una avioneta había aterrizado frente a
lo que sería la entrada y su piloto descansaba recostado en ella fumando un
cigarrillo. Tenía el encargo de esparcir insecticida sobre los campos de arroz
y Pedro se unió a él sacando otro pitillo de su cajetilla. Era un tipo
simpático el aviador, la permitió manipular en tierra los mandos y jugó a
gobernar el artefacto volante haciéndose cargo del control. Se sintió
importante. Lo de matar a los mosquitos estaba bien, así no tendría el cuerpo
lleno de heridas que picaban como rayos, algunas de ellas se infectaban porque
se rascaba con las manos sucias y entonces dolían mucho y supuraban durante
días. “Pero también morirán los gusanos
de luz”, reflexionó su padre más tarde, cuando presenciaban el
impresionante espectáculo nocturno bajo una luna llena tan enorme que parecía
que en cualquier momento se estamparía contra el suelo.
Teresa nunca se aburre. Su
cabeza jamás deja de cavilar situaciones en las que ella es la protagonista
absoluta y en ocasiones hasta caben los príncipes, aunque la mayoría de las
veces, no. Posee una imaginación que desborda a sus padres quienes a duras
penas siguen sus complicados razonamientos y responden ambiguos a unas
preguntas que suponen sin sentido. Pero lo tienen, y para ella es fundamental
saber si pisas más una baldosa por hacerlo tres veces, o una vez durante el
triple de tiempo. Juega con cualquier cosa que se le pone delante creando
empresas prósperas a partir de unos cuantos papeles recortados o comercios
lucrativos vendiendo los envases de colonia vacíos que le guarda el droguero de
bata azul amigo de su madre. Incluso llegó a tener un negocio de pompas
fúnebres y fabricó un montón de ataúdes con unas cajas que encontró tiradas. Eran
de diferentes tamaños y colores, porque los muertos son muy diversos, y por
supuesto, su precio dependía de la calidad y el acabado. Nunca comprendió por
qué su madre montó en cólera al conocer la naturaleza de aquella producción y
arrojó todas las arquitas a la basura de un escobazo. ¡Con el esfuerzo que le
supuso recortarlas! Su mente es ágil y apenas necesita una frase oída al azar,
una palabra cuyo significado aún no comprende para crear un universo a su
alrededor lleno de seres intangibles y ficticios. Le interesa todo y pregunta
más de lo que podría considerarse adecuado para su edad. Siempre escucha, nunca
pierde la oportunidad de oír explicaciones que a veces la convencen y otras no
tanto, pero cada respuesta queda archivada en algún lugar remoto de su cerebro
siguiendo un complicado trayecto por un tiempo inmemorial, custodiadas por una
memoria privilegiada.
El marqués de pestañas llega
lentamente y siente la fatiga en sus párpados. Aún se revuelve y extiende el
brazo hacia un zapato bajo la cama en el que depositó una luciérnaga que trajo
del camino. Apenas emite un halo amarillento que no se transmite en la noche.
Con un bostezo devuelve el calzado a su sitio y se acurruca en el lecho.
Finalmente el sopor se apodera de ella y se abandona a la pesadez de sus
miembros, su respiración se hace más profunda y su carita redonda esboza una
sonrisa de absoluta placidez mientras respira el aire perfumado por el mar y el
azahar. La habitación se va llenando poco a poco de figuras ancestrales, de
hombres de mirada astuta y trajes pardos, de mujeres rechonchas envejecidas
prematuramente y enfundadas en siete sayas, de niños con cara de anciano. La
rodean y cuidan complacientes de su sereno descanso. Los personajes tejen con
sus dedos toscos y gruesos un anillo en torno a ella.
Teresa nunca está sola. Ella
custodia el alma de las innumerables generaciones que la precedieron, de unas
personas cuyas historias oye en ocasiones en boca de sus abuelos y no quiere
olvidar porque presiente que siguen ahí, encerrados en el código genético que
ha heredado. Ellos le dotaron de una nariz que sigue los cánones de estética
clásica, igual a la que muestran las estatuas romanas que permanecen hieráticas
en los museos, de un cuerpo menudo y una mente despierta que por suerte podrá
desarrollar en el futuro. No abundan entre los personajes que vigilan su sueño los
guerreros medievales cubiertos con cota de malla, tampoco las damas elegantes con
los cabellos recogidos en la nuca, aunque alguno sí deambula. Por el contrario
se encuentran pieles cortadas por el viento y el frío, hombros cubiertos con
jubones; hay muchas pellizas de oveja y alpargatas de esparto. Allí están
atentos, apilándose a su alrededor para comprobar cómo se rinde dormida al
final del día.
Ya han llegado todos. En la
habitación no cabe ni un alfiler.
Teresa comienza entonces a recordar
soñando…
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