Robert Hugh Benson.
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Sinopsis:
Benson es un abanderado del antimodernismo, y sobre las posibles consecuencias de la modernización del mundo o, lo que es lo mismo, de la extensión de la cultura a amplias capas de la sociedad, imagina un futuro de gran desarrollo tecnológico, como sería el nuestro en la actualidad, en que un político carismático consigue aunar en una misma nación o ente a todos los países hasta entonces disgregados. Su condición fundamental para esta reunificación global es que la creencia en Dios debe ser desarraiga del ánimo y espíritu de sus súbditos, exigencia que se llevará a cabo con todos los medios al alcance del poder.
Extracto:
—Permítame antes meditar un momento —dijo
el anciano, acomodándose en su sillón. Percy se reubicó
en su silla y esperó,
barbilla en mano.
Los tres hombres
se encontraban sentados en una pieza
de dimensiones medianas, muy silenciosa y amoblada
con la extrema
sobriedad de la época. No tenía ventanas, ni puerta, pues, desde hacía ya sesenta
años, los hombres
se habían percatado de
que el espacio no se limita a la superficie de la tierra
y habían empezado
a construir habitaciones subterráneas: La casa del anciano señor Templeton estaba
situada unos quince
metros bajo el nivel de los muelles del Támesis, en
un lugar considerado por todos como uno de los más cómodos: en efecto,
él no tenía más que
caminar unos cien
pasos para llegar
a la estación del segundo Círculo
Central de los
Automóviles, y la estación e las Naves
Volantes de Blackfriars distaba apenas
medio kilómetro de su casa.
Sin embargo, habiendo
cumplido más de noventa, años, el señor
Templeton ya no salía nunca.
El salón donde
recibía a sus dos
visitantes tenía los muros recubiertos de aquel pálido
esmalte de jade verde prescrito por el Comité de Higiene y estaba iluminado por la luz—solar artificial descubierta por
el gran Reuter cuarenta años antes. El color de la sala era agradable y fresco como el de un
bosque en primavera, y el clásico radiador
enrejado que la calefaccionaba y ventilaba a la
vez, la mantenía a una temperatura de dieciocho grados
centígrados. El señor
Templeton era un hombre
de gustos sencillos, que se contentaba con vivir tal como lo hiciera su padre antes que él. Los muebles
de su salón, especialmente, eran algo pasado
de moda, tanto en el dibujo
como en su ejecución; sin embargo, todos
habían sido fabricados según el sistema moderno,
en esmalte ignífugo suave, sobre armazón
de hierro, indestructibles, agradables al tacto e imitando la caoba. Algunas
repisas cargadas de libros se alineaban a ambos costados de 1a chimenea
eléctrica con pedestal de bronce ante la cual se encontraban sentados
los tres hombres
y en dos esquinas de la sala aguardaban los ascensores hidráulicos, uno de los
cuales conducía al dormitorio y el otro al gran vestíbulo que daba acceso al muelle.
El padre Percy Franklin, el mayor de los dos visitantes, era un hombre de
aspecto original y atrayente. No obstante contar
escasamente treinta y cinco años,
su cabello era de
un blanco inmaculado. Bajo las cejas
oscuras; sus ojos
grises tenían un brillo extraño
y profundamente apasionado; pero su nariz y el mentón prominentes, así
como el dibujo muy marcado
de los labios, daban al observador un testimonio de su fuerza
de voluntad y su dominio de sí mismo.
Los extraños por lo común
lo miraban dos veces.
En cambio su colega y amigo el padre Francis,
sentado al otro lado de chimenea, se acercaba más al tipo
corriente. No obstante la expresión viva
e inteligente de sus grandes ojos oscuros, el conjunto de sus facciones revelaba un carácter falto de energía; indicaba incluso cierta tendencia a una melancolía femenina la comisura de sus labios
y la marcada pesadez de sus párpados.
En cuanto al señor Templeton, no era más que un hombre muy anciano, con un rostro vigoroso
sembrado de arrugas y completamente afeitado, como era costumbre, por lo demás, en todo el mundo. Reposaba
muellemente en su amplio sillón,
apoyado en sus cojines de agua caliente
y con una manta extendida sobre los pies.
Finalmente habló, dirigiéndose primero a Percy, que se encontraba sentado a
su izquierda.
—Es muy difícil
para mí recordar
con exactitud sucesos
tan lejanos —dijo—.
Pero he aquí, más o menos, cómo imagino el encadenamiento de los hechos:
En Inglaterra la primera alarma seria que experimentó nuestro viejo Partido
Conservador fue a raíz del famoso “Parlamento Laborista” en 1917.
Esa elección nos probó cuán profundamente había
penetrado el “herveísmo” en todo el ambiente social.
Sin duda, habían figurado
ya numerosos teóricos
socialistas, pero ninguno
había ido tan lejos
como Gustavo Hervé,
sobre todo en los últimos
años de su vida; tampoco
nadie había obtenido resultados más efectivos. Hervé,
como acaso lo hayan leído
ustedes en los manuales
de historia, predicaba el materialismo y el socialismo absolutos, llevando al extremo todas
sus consecuencias lógicas.
A su entender, el patriotismo era un último vestigio de barbarie; y el placer sensual constituía el único bien seguro. Al principio,
naturalmente, todo el mundo se burló de él. En nuestro partido, sobre todo, se sostenía
que sin una religión seria
imposible dar a las masas
un motivo adecuado
para un orden social, por elemental que éste fuese.
Pero al parecer él tuvo razón. Después
de la ruina definitiva de la Iglesia en Francia a comienzos del siglo, y las matanzas
populares de 1914, la burguesía del mundo entero se aplicó a una seria labor de reorganización. Fue entonces cuando se inició el movimiento extraordinario cuyos efectos presenciamos hoy; un movimiento que tendía a suprimir toda
diferencia de patria
o de clases sociales después de suprimir completamente las instituciones militares. La masonería, de
más está decirlo, dirigía todo este
movimiento. Originado en Francia, se extendió bien pronto a Alemania, donde ya la influencia de Karl Marx….
—Señor —le interrumpió respetuosamente Percy—, pero principalmente en Inglaterra…
¡Inglaterra! ¡Ah, sí…! Como le decía, en 1917 el Partido Laborista ascendió al poder,
y ese fue
el verdadero comienzo del comunismo. Aquello
ocurrió en una
época de la cuál no puedo
conservar ningún recuerdo
personal; pero sé que mi padre indicaba
siempre esta fecha como el origen del nuevo estado de cosas. Sólo me asombra
que la reforma no se produjera más rápido; supongo que se conservaba aún
entre nosotros una fuerte proporción del antiguo fermento
tory. Además, los siglos suelen
correr más lentamente que lo anticipado,
especialmente después de haber comenzado con un impulso fuerte. Pero el nuevo orden comenzó
allí, y los comunistas no sufrieron nunca
una seria derrota desde entonces, salvo el pequeño
fiasco del ‘25. Blenkin fundó
“El Pueblo” y cesó de
publicarse el “Times”; pero resulta extraño observar que la Cámara de los Lores sólo en 1935 fue oficialmente suprimida. En cuanto
a la Iglesia establecida, había dejado de existir
en 1929.
—¿Y los efectos religiosos de todo eso? —preguntó rápidamente Percy, mientras el viejo
tosía suavemente y levantaba su inhalador. El sacerdote no quería salirse del tema.
—Esto es un efecto en sí mismo
—dijo el otro—, más que una causa.
Recuerde que los “ritualistas” —como se hacían
llamar, después de un esfuerzo
desesperado por entrar
al Partido Laborista, acudieron
en masa a la Iglesia
católica después de la “Convocación” anglicana del ‘19, cuando
se abandonó definitivamente el “Credo” de Nicea, y tal cosa no
produjo ningún entusiasmo real salvo entre
ellos. Pero si acaso hubo un efecto
del “Desestablecimiento” final, pienso
que fue éste: todo el resto de la Iglesia anglicana se congregó en la Iglesia
Libre; y la Iglesia Libre,
después de todo,
no era nada más que un
poco de sentimiento. La Biblia fue
completamente dejada de lado como autoridad después de los renovados ataques
alemanes en la década del ‘20; y la divinidad de Nuestro Señor, piensan algunos, existía
sólo de nombre ya desde el principio del siglo. La “teoría kenótica” había
conseguido eso. Además
existió aquella extraña
corriente entre los “Libreclesiales” aún antes, cuando
pastores que no hacían más que seguir
la corriente —sensibles a ver de dónde sopla
el viento, podríamos decir— abandonaron sus antiguas posiciones. Es curioso
leer en las crónicas de aquel tiempo
cómo fueron aclamados como “pensadores independientes”. Es exactamente lo que no fueron… ¿Por dónde iba? Ah,
sí… Bien, eso despejó el camino para nosotros, y la Iglesia católica
hizo entonces progresos extraordinarios por un tiempo. Y digo extraordinarios atendiendo
a las circunstancias, porque debe recordar que las cosas
eran muy distintas hace veinte o incluso diez
años atrás. Yo pienso que,
bien o mal, había comenzado la separación de las
ovejas y los cabritos. Todos
los espíritus religiosos eran católicos, e individualistas, en tanto
que la gran masa de individuos repudiaban absolutamente lo sobrenatural y se convertían,
hasta el último hombre, en materialistas y comunistas. Mas nosotros progresamos porque teníamos unos cuantos hombres
excepcionales —Delaney el filósofo,
McArthur y Largent, los filántropos, y otros—. Pareció realmente que Delaney y sus discípulos se iban a llevar todo por delante. ¿Recuerda
su “Analogía”? Oh, claro, está en
todos los manuales…
—Al producirse la clausura del Concilio del Vaticano —abierto
en el siglo XIX y que hasta entonces jamás se había
disuelto —, perdimos
un gran número
de adherentes por las
definiciones
finales. El “Éxodo
de los Intelectuales”, lo llamó
la prensa.
—Las decisiones bíblicas… —aportó el sacerdote más joven.
—En parte eso; y el entero conflicto que había comenzado
con el auge del Modernismo al comienzo del siglo; pero mucho más por la condenación de Delaney y del
Nuevo Trascendentalismo en general, como era entendido entonces. Él murió
fuera de la Iglesia,
usted sabe. Luego vino la condenación del libro de Sciotti sobre
religiones comparadas… Después de eso el comunismo avanzó por oleadas,
si bien muy lentas. No podrían
imaginarse la emoción general cuando en 1960 se promulgó la Ley de las Industrias Necesarias. Muchos pensaron que esta nacionalización de las principales profesiones iba a sofocar todo espíritu
de empresa; pero,
como ustedes mismos
han podido comprobarlo, no fue así. En el fondo,
todo el país
deseaba esta reforma.
—¿En qué año se aprobó la Ley de Mayoría Dos—Tercios? —preguntó Percy.
—Oh, mucho antes;
entre un año o dos antes de la caída
de la Cámara de los Lores. Fue necesario, pienso, o los Individualistas se hubiesen puesto
como locos…
Bien,
la Ley de Industrias Necesarias fue inevitable; la gente había comenzado a darse cuenta, ya desde que los ferrocarriles habían
sido municipalizados. Por un tiempo
hubo un auge explosivo del arte, porque todos los Individualistas que pudieron, allí se metieron
(fue entonces que se
fundó la escuela de Toller; pero pronto se reencaminaron hacia empleos del Gobierno; después de todo, el seis por
ciento como máximo
de ganancia para
empresas privadas no era
una gran tentación, y el Gobierno
pagaba bien.
Percy meneó su cabeza.
—Sí,
pero no puedo entender el presente estado
de cosas. ¿No ha dicho usted que todo
marchó muy lentamente?
—Sí —dijo el viejo —, pero no debe olvidar
usted la Ley de Pobres. Eso estableció a los
comunistas para siempre. Ciertamente
Braithwaite sabía lo que hacía.
El sacerdote más joven miró inquisitivo.
—La abolición del viejo sistema
de Asilos y Retiros… —dijo
el señor Templeton —. Todo esto es historia antigua
para ustedes, por supuesto, pero
yo lo recuerdo como si fuera
ayer. Eso fue lo que tiró abajo lo que todavía se llamaba la Monarquía y las
Universidades.
—Ah —dijo Percy
—. Me gustaría oírlo hablar
de eso, señor.
—Ya mismo, Padre… Bien, esto es lo que hizo Braithwaite. Por el viejo sistema todos los
pobres eran tratados igual, y se sentían molestos.
En el nuevo sistema están los tres grados que tenemos ahora,
y la emancipación de los dos grados
superiores. Sólo los absolutamente inútiles eran asignados al tercer grado,
y tratados más o menos
como criminales —por supuesto después
de un cuidadoso examen. Entonces
vino la reforma
de las pensiones a la vejez.
Bueno: ¿no ven cuán fuertes
tuvo que hacer
todo esto a los
comunistas?
Los Individualistas —eran
todavía llamados Tories
cuando yo era niño —los Individualistas ya no tuvieron
más chance. Hoy no son más que un trapo viejo. La totalidad de la clase
obrera —y eso significa el noventa y nueve por
ciento de la gente —estaba
toda contra ellos.
Percy levantó la vista, pero el otro prosiguió.
—Después vinieron la Ley de Reforma Carcelaria bajo Macpherson, y la abolición de la pena de muerte; luego,
la ley definitiva de 1959 para la enseñanza, donde sé estableció el secularismo dogmático; más tarde, la abolición efectiva
de la herencia por la Reforma del
Derecho Testamentario .
—He
olvidado cuál era el antiguo
sistema —musitó Percy.
—Y, parece increíble, pero el viejo sistema era que todos pagaban igual.
Primero vino el Acta de Herencia, y luego el cambio
por el cual la riqueza
heredada pagaba tres veces la tasa de la adquirida; que condujo a la aceptación de las doctrinas de Karl Marx
en el ‘89 pero lo primero vino en el ‘77… Bien, todo esto mantuvo a
Inglaterra al nivel del continente; ella había llegado a gatas a alinearse con
él con el esquema final del Librecambio Occidental. Ése fue el primer efecto, como recordarán, del triunfo de los socialistas en Alemania.
—¿Y
qué hemos hecho para mantenernos fuera de la guerra del Este? —preguntó
Percy con
ansiedad.
—¡Oh! Esa es una larga
historia. En una
palabra, América nos lo impidió,
y perdimos la India y Australia. Esto es lo que estuvo
más cerca de hacer caer a los comunistas desde 1925. Pero nuestro ministro
Braithwaite ha compensado hábilmente esta pérdida obteniendo, de una vez por
todas, el protectorado de África. Era un anciano
entonces… El señor Templeton se detuvo para toser una vez más. El padre Francis suspiró
y se reacomodó en su silla.
—¿Y
América? —preguntó Percy.
—Ah, todo esto es muy complicado. Pero ella conocía
su fuerza y se anexó el Canadá
el mismo año. Eso fue cuando estábamos en lo más bajo…
Percy se levantó.
—¿Tiene usted un Atlas
Comparado, señor? —inquirió.
El viejo apuntó
a un estante.
—Allí… —indicó.
Durante algunos instantes, Percy examinó en silencio el gran mapa
geográfico, extendiéndolo sobre sus rodillas.
—Ciertamente es mucho más simple —murmuró,
mirando primero el viejo abigarramiento del principios del siglo XX, y luego
a los tres grandes manchones del XXI.
Movió su dedo sobre Asia.
Las palabras IMPERIO
DE ORIENTE se extendían sobre
un amarillo pálido desde los montes
Urales hasta el estrecho de Behring a la derecha, recorriendo con sus letras enormes
la India, Australia
y Nueva Zelanda. La mancha
roja que el dedo
señaló enseguida era mucho más
pequeña, aunque no sin importancia, pues cubría toda Europa y la Rusia europea
hasta los montes
Urales y África
hasta el sur, Finalmente, la REPÚBLICA AMERICANA
formaba tina mancha azul que cubría la totalidad de ese continente y desbordaba a su izquierda en una miríada
de chispas azules sobre el blanco de los mares.
—Sí,
más simple es —dijo secamente el anciano. Percy cerró
el atlas y lo dejó
junto a su silla.
—Y ahora, señor,
según su opinión,
¿qué va a suceder? El anciano político
católico sonrió.
—¿Qué va a suceder? —repitió—. Sólo Dios lo sabe… Si el Imperio
de Oriente decide actuar, nuestros
Estados Unidos de Europa no podrán resistir
su poderío. ¡Y la verdad
es que aún no comprendo por qué no se han resuelto a atacarnos! Imagino
que el Oriente debe estar trabado
por sus divisiones religiosas.
—¿No
cree usted que Europa puede
llegar a dividirse? —preguntó el sacerdote.
—¡Oh no, de ningún modo! Actualmente conocemos nuestro
peligro. Y América ciertamente nos apoyará. Pero igualmente, ¡que
Dios nos libre
—o los libre
a ustedes, debería decir si el Imperio
de Oriente ataca!— pues este imperio conoce
ahora la magnitud de su fuerza.
Hubo un silencio por un segundo o dos. Una
apagada vibración tembló
en el aposento subterráneo al paso de alguna enorme
máquina en la avenida de arriba.
—Pero en cuanto a la religión —insistió Percy—, ¿qué
porvenir le pronostica usted? Visiblemente cansado,
el señor Templeton aspiró una gran bocanada de su inhalador
de oxígeno. Después retomó su discurso.
—Para resumir la situación —dijo—, ya no existen en el mundo
sino tres grandes
fuerzas: el Catolicismo, el Humanitarismo y las Religiones del Oriente. En este último aspecto
no podría predecir nada, aunque
pienso que los Sufíes vencerán. Cualquier cosa puede
pasar, el Esoterismo está haciendo enormes progresos, y eso significa Panteísmo; y la fusión de las
dinastías china y japonesa ha desarmado todos
nuestros cálculos. Pero en Europa y
América, no cabe duda de que el conflicto existe
únicamente entre los dos primeros elementos que acabo de nombrar. Podemos
desechar el resto.
Y yo creo, si desean
que les diga lo que pienso,
que, humanamente hablando, el Catolicismo ahora va a decaer
rápidamente.
Es totalmente exacto
que el Protestantismo está muerto.
Finalmente todo el
mundo ha terminado por reconocer que una religión sobrenatural implica forzosamente una autoridad absoluta y que en cuestiones de fe el juicio individual no es sino el comienzo de la descomposición. También es cierto que la Iglesia católica,
ya que es la única institución que pretende poseer
una autoridad sobrenatural, con toda su lógica
implacable, tiene la adhesión de todos los
cristianos qué conservan cualquier grado de fe
en lo sobrenatural. Han quedado
unos pocos sectarios, sobre todo en América y aquí, pero no son importantes. Tolo
esto es verdad,
pero por otra
parte no debemos
olvidar que el Humanitarismo, contrariamente a la que se esperaba
de él, se está convirtiendo en una religión organizada, aunque antisobrenatural. Es Panteísmo; está creando un ritual
masónico,
y posee además
un Credo: “Dios
es el Hombre”, etc. Por
lo tanto, dispone
ahora de un alimento
real para satisfacer las aspiraciones de los espíritus
místicos; cuenta también con una parte de idealismo, aunque
sin exigir nada a las facultades espirituales. Además, ellos
disponen de todas
las iglesias, salvo
las nuestras, y todas las catedrales; y comienzan por fin a alentar las
aspiraciones del corazón. Ellos tienen plena
libertad de exhibir sus símbolos;
en tanto que a nosotros
nos está prohibido. Soy de opinión
que su doctrina será legalmente establecida como religión dentro
de diez años,
como mucho.
—Entretanto, nosotros, los católicos, continuamos
retrocediendo. Creo que en América contamos aún,
nominalmente, con un 25 % de la población, gracias al admirable movimiento católico
de los ‘20. En Francia
y en España se puede decir que hemos
desaparecido
por completo; en Alemania, nuestras
filas ralean de día en día. Mantenemos nuestra posición en el Este, por cierto; pero
aún allí no somos más que uno en doscientos según las estadísticas y desparramados. ¿Y en Italia?
Allí hemos reconquistado Roma, que de nuevo nos pertenece exclusivamente, pero
nada más. Por último, aquí conservamos toda
Irlanda y acaso
uno en sesenta en Inglaterra, Escocia y Gales,
teniendo en cuenta que hace setenta
años nuestra proporción era de uno en cuarenta. Y está el enorme progreso
de la psicología —netamente en contra nuestra,
desde más de un siglo. Primero, vean, era el
materialismo puro y simple, que más o menos fracasó —era demasiado torpe —pero
la psicología corrió
en su ayuda. Ahora la psicología cubre
todo el resto del terreno; y pretende haber
dado cuenta de lo sobrenatural. Ésta es la cadena.
Desgraciadamente, padre, no cabe la menor duda de que estamos perdiendo. Y seguiremos perdiendo, y creo que debemos estar
preparados para afrontar
una catástrofe de un momento a otro.
—Sin embargo… —empezó
Percy.
—Pensará usted
que, para un anciano como yo, que se encuentra al borde de la tumba,
mis ideas son bien
pesimistas. ¿Qué quiere
usted? He querido
ser absolutamente franco.
Por mucho que me esfuerce, no vislumbro la menor esperanza. Es más, me parece que en estos
momentos bastaría el menor incidente para precipitar nuestra
ruina total. No, ya ve usted que no encuentro ninguna
esperanza salvo en…
Percy lo miró fijamente.
—¡Salvo en el día en que Nuestro
Señor regrese, como lo ha prometido! —terminó
el anciano estadista.
El padre Francis
suspiró otra vez, y cayó un silencio.
—¿Y
la caída de las Universidades? —dijo al fin
Percy.
—Querido Padre, fue exactamente como
la caída de los monasterios bajo Enrique VIII:
los mismos resultados, los mismos argumentos, los mismos incidentes. Eran las fortalezas del Individualismo, como los monasterios del Papismo; y eran miradas
con la misma suerte de aprensión y envidia. Entonces
comenzó la misma suerte de observaciones…
acerca de la cantidad de oporto que consumían, y así; y de golpe
la gente dijo que habían cumplido su ciclo; que sus moradores tornaban los medios
por fines: y había, por cierto,
bastante más motivo
de decirlo. Después
de todo, puesto
lo sobrenatural, las casas
religiosas eran una consecuencia obvia; pero el objeto de la educación seglar
es presumiblemente la producción de algo invisible
—o carácter o capacidad, y pareció casi imposible las Universidades producían eso— en forma que valiera la pena. La distinción
entre las partículas griegas ού y □ή no es un fin en sí; y la clase
de persona producida por su estudio no era algo que interesara a la Inglaterra del siglo XX. Yo no estoy seguro de que a mí mismo me interesara mucho
(y yo fui siempre un individualista a rajatabla)
excepto en lo patético…
—¿Cómo? —dijo Percy.
—Oh, fue patético de veras. Las Escuelas Científicas de
Cambridge y el Departamento Colonial de Oxford fueron la última
esperanza, y perecieron. Los viejos dómines
se arrastraron con sus libros,
pero nadie los precisaba: eran demasiado teoréticos. Algunos rodaron a los “Asilos”, primero
y segundo grado:
otros fueron recogidos por clérigos
caritativos: hubo un intento de concentrarlos en Dublin, pero falló, y la gente
los olvidó pronto. Las construcciones, ustedes saben, fueron
usadas para esto y lo otro. Oxford
se convirtió en un establecimiento de ingeniería por un tiempo,
y Cambridge en una especie de laboratorio del gobierno. Yo estaba en el King’s
College, saben. Por supuesto que fue
horrible como lo que más, aunque por fortuna guardaron
la capilla abierta,
aunque fuera como museo.
No era lindo ver a los presbiterios henchidos de modelos
anatómicos. Sin embargo, quizá
no sea peor
eso que llenarlos de incensarios y roquetes…
—¿Qué
le pasó a usted?
—Oh, yo entré
temprano en el Parlamento, y tenía unos
pocos ahorros míos.
Pero para algunos fue muy duro; obtuvieron pequeñas pensiones, por lo menos
los incapacitados. Y sin embargo, no sé; se me hace
que tenía que venir. Eran poco más que reliquias pintorescas, ¿verdad? y no tenían
ni siquiera el ornamento de una fe religiosa.
Percy suspiró de nuevo, mirando
la jocosamente ensoñada
cara del anciano.
Luego, de golpe, cambió tema de
nuevo.
—¿Y
acerca de ese Parlamento europeo?
El viejo comenzó:
—Creo que va a llegar,
si se halla a un hombre capaz de empujarlo. Toda esta centuria ha ido llevando a eso, como usted ve. El patriotismo ha ido muriendo a chorros; pero tenía que morir,
como la esclavitud y el feudalismo, y otras cosas,
bajo el influjo de la Iglesia
católica. Mas he aquí que la obra ha sido hecha sin la Iglesia,
y el resultado es que el mundo
se está alineando contra nosotros: es un antagonismo organizado, una especie de Anti—Iglesia Católica. La Democracia ha hecho lo que la Monarquía cristiana debió hacer. Si ese proyecto prospera, creo que tenemos que esperar
de nuevo algo como persecución… Pero, a su vez, la invasión del Oriente
puede salvarnos… No se…
Percy permaneció inmóvil
unos momentos y luego se levantó.
—Me veo obligado a partir, señor,
pues ya son más de las diecisiete horas dijo, recayendo en el esperanto. Le estoy enormemente agradecido. ¿Me acompaña
usted, padre?
El padre Francis se levantó también, con su fino traje gris oscuro
permitido a los clérigos, y tomó su sombrero.
—Y bien, Padre
—dijo el anciano,
dirigiéndose a Percy— vuelva a verme uno de estos
días si no me ha encontrado demasiado charlatán. Imagino que tendrá usted
que escribir su informe a Roma.
Percy asintió.
—Esta
mañana ya escribí
la mitad —contestó—. Pero comprendí que me sería necesario
informarme un poco
más para poder
entender correctamente lo que pasa.
No sabe cuánto le agradezco su ayuda.
En realidad, implica
un trabajo delicado
este informe diario que
debo enviar al cardenal—protector. Tengo la intención
de renunciar .a esta tarea, siempre
que el cardenal me lo permita.
—¡Mi
querido Padre, no lo haga
usted! Si me autoriza a hablarle con toda sinceridad, debo decirle que le encuentro dotado de un poder de
observación extraordinariamente penetrante, y Roma, sin una información equilibrada, no puede
hacer nada. Y no creo
que sus colegas sean tan hábiles como usted.
Percy sonrió, elevando
las negras cejas
suplicantes.—Vamos, padre —dijo.
Los dos sacerdotes se separaron en los peldaños del corredor, y, ya solo, Percy se detuvo unos instantes a contemplar la escena otoñal que se desarrollaba a su alrededor. Lo que acababa de escuchar de labios del anciano le parecía iluminar de un nuevo y extraño brillo el cuadro magnifico de prosperidad que se extendía ante sus ojos.
Le rodeaba una luminosidad tan intensa como la del pleno día, pues con los últimos progresos de la luz artificial en Londres no existía diferencia entre el mediodía y la noche. El joven sacerdote se encontraba en una especie de claustro cerrado por grandes vitraux, cuyo piso estaba tapizado con un material de caucho que sofocaba el ruido de las pisadas. A sus pies circulaba un doble torrente infinito de personas que iban hacia la derecha y la izquierda, sin que se escuchara más que el rumor de las conversaciones en esperanto. A través del cristal duro y transparente que cerraba de un lado el corredor público, el sacerdote podía contemplar un ancho camino oscuro enteramente vacío; pero pronto un gran clamor se elevó del lado de Westminster, parecido al zumbido de una gigantesca colmena, y casi inmediatamente un enorme objeto luminoso se deslizó sobre el camino. Enseguida fue apagándose gradualmente la intensidad del ruido, a medida que el gran Tren Automóvil Nacional que llegaba del Sur proseguía su camino hacia el Este. Era esa tina ruta privilegiada sobre la cual podían transitar exclusivamente los vehículos del Estado y a una velocidad que no debía exceder de los ciento cincuenta kilómetros por hora.
En la ciudad encauchada todos los ruidos
estaban atenuados. Las aceras rodantes
para peatones se extendían a unos cien metros de distancia y la
circulación subterránea se adivinaba sólo por una leve vibración
del piso. Pero cuando Percy ya se decidía a marcharse, se oyó de pronto una nota musical
que parecía brotar
de la bóveda celeste, un prolongado acorde de una belleza y una intensidad maravillosas. Apartando los ojos de las aguas apacibles del Támesis, único
elemento que había rehusado hasta entonces cualquier intento de transformación, divisó a una gran altura,
destacándose de las nubes
fuertemente iluminadas, un objeto largo
y delgado impregnado de una luz muy suave, que
se deslizaba hacia el Norte, desapareciendo rápidamente sobre sus alas
desplegadas. Este delicioso llamado musical era la señal
de las líneas europeas de las grandes
Naves Volantes que anunciaba la llegada de uno de sus aéreos
en las diferentes estaciones donde se detenía.
“¡Hasta el día en que Nuestro Señor regrese!”, se repetía Percy,
y súbitamente volvió
a oprimirle el pecho
la antigua angustia. ¡Cuán difícil era mantener los ojos fijos en tan lejana perspectiva mientras el mundo,
inmediato y próximo,
ofrecía infinitas atracciones en su esplendor y su fuerza!
¡Oh! Él había discutido una hora antes
con el padre Francis que
el tamaño no era lo mismo que la grandeza y que lo exterior pujante no podía
desplazar lo interior sutil; y había creído
lo que había dicho… pero
la duda permanecía hasta que la hizo callar
con un fiero esfuerzo, gritando
en su corazón al Pobre de Nazaret que conservara su corazón
como el corazón
de un niño.
Apretó los labios,
preguntándose cuánto tiempo
el padre Francis
podría soportar la presión, y descendió los escalones.
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