de Ricardo Muñoz Fajardo (pinchando en el nombre se accede a su biografía con enlaces a una obra variada y muy interesante que comprende con este, treinta títulos).
La Escritura de la obra
Lo encontraréis en la Web de Libros Mablaz (siempre sin gastos de envío), o pidiéndolo en librerías, Casa del Libro... con su ISBN: 978-84-944937-5-1
Sinopsis:
Año de 1616. Miguel de Cervantes acaba de
morir, y se empieza a celebrar el juicio por su alma. Cervantes es escritor de
escasa obra, pero ha sido capaz de dar a luz la más importante de las obras
escritas en lengua castellana, El Quijote, que redacta en dos partes separadas
por diez años de diferencia. Pero Cervantes es mucho más que un mero escritor.
De fuerte carácter, se ha batido en duelo, ha sido soldado en Lepanto, cautivo
del turco infiel, enviado del rey a Orán, casado en unas nupcias poco tiempo
afortunadas, recaudador de impuestos, hosco ladrón, y preso en varias cárceles
del reino. Este libro recoge todas las andanzas del inmortal escritor,
confirmadas y no, en las que demuestra que toda su vida fue una intensa
aventura, salpicada de ficciones que hilan sus hechos con sus libros, y que
concluye con una trama de misterio con un final que no pretende remover ninguno
de los cimientos que sobre Cervantes se sabe, pero no ha de olvidarse que
estamos ante una novela, y cada una de éstas son un viaje a la imaginación.
Así comienza esta novela:
1 El abogado del diablo
El hombre cerró los ojos menos de un
suspiro y, cuando los volvió a abrir, se encontró en un lugar que no conocía.
El ambiente de la sala era grisáceo, como
envuelto en un tul que difuminara los colores, el espacio, el tiempo, repleto
todo él en una bruma artificiosa que se movía y lo inundaba todo.
El prójimo era un sujeto barbado, viejo,
vestido de luto riguroso, tras cuyos negros ropajes se distinguían los bordes
blancos de su camisola, a juego con el tono de su gola.
Atendía al nombre de Miguel de Cervantes
Saavedra, y oficios había tenido muchos, aunque durante los últimos años había
perseverado más en el de escritor. Y más concretamente como novelista, porque
como poeta era del montón y se había cansado de las imploraciones que tantas
veces había tenido que hacer a los empresarios teatrales para que consintieran
en representar sus dramas y comedias, que complacían tanto como displacían al
público que iba a verlas.
El escritor se levantó de la silla que
ocupaba e intentó caminar hacia donde creyó atisbar una salida, pero no pudo ni
dar el primer paso, pues su pierna diestra se negó a obedecer la orden de su
seso, y luego la izquierda hizo un desacato igual. E incluso una fuerza que le
resultó invisible le empujó como de los hombros hacia abajo y le forzó a
sentarse otra vez en su butaca.
El escribidor se sintió azorado, asustado
por un hecho que, como buen cristiano que era, inmediatamente asoció a la
intervención de lo divino a lo mejor, o diabólico a lo peor.
Postrado como estaba, se dedicó Cervantes
a mirar nerviosamente en el entorno de la sala en donde estaba, para lo que
profirió rigurosos movimientos de cabeza, que le cansaron pronto, lo que le
hizo cambiar de estrategia, y sustituir los meneos de la mollera por el de los
ojos, que le requerían mucho menos esfuerzo.
De entre las brumas de aquel cuarto
indefinido y umbrío, surgió ahora un hombre unos quince años más joven que él,
de bigote y barba muy perfilados, de tantos pelos canos como negros, vestido
con los hábitos sacerdotales de unos votos tomados hacía más o menos un año.
—¡Lope! –exclamó Cervantes, sorprendido—.
¡Qué alegría veros por aquí!
Lope de Vega, que de él se trataba, se
sentó enfrente del otro, separados ambos
por una tabla más que una mesa. El rostro del fénix de los ingenios tenía
dibujada una sonrisa que parecía burlona, si no irónica o mordaz.
—Vos y yo hemos tenido fecundas amistades
–expuso Lope, con voz dramática, como si estuviera interpretando a uno de los
personajes de sus comedias— y sonoros rifirrafes, por lo que es un regalo para
mis oídos el saber de vuestra bienvenida.
—Necesito de vuestra ayuda –repuso
Cervantes atropelladamente, dejando de lado los circunloquios que, como a todo
buen escribiente, le venían a la cabeza.
—¡Voto a Dios! ¡Vos solicitándome ayuda a
mí!
—Sabéis ya que no es la primera vez que
llamo a vuestra puerta.
—¿Y en qué consistiría ese socorro que me
solicitáis?
—Estoy postrado en esta silla –lloriqueó
Cervantes, con gesto compungido—. Como si una fuerza sobrenatural me anclara a
ella contra mi voluntad.
—Y una fuerza sobrenatural os retiene.
—¿De qué habláis, Lope? ¿Acaso queréis
confundirme?
—Confundido habéis estado siempre, e
incluso habéis osado criticarme a mí, ese monstruo de la naturaleza –Lope se
regodeó en estas palabras, un elogio promulgado por el mismo Cervantes hacia
sus artes unos años atrás—, con más envidia que razón.
—La presunción es tan mala o peor que la
envidia –adujo Cervantes, con meditada erudición—, y más si este pecado se
supone en los demás, sin demostración otra que el pensamiento de que en los
otros no hay reconocimiento de que vuesa merced sea un genio, que lo es, para
lo bueno y para lo malo –el de Alcalá de Henares, o tal vez de Alcázar de San
Juan, como afirmarían algunos en el futuro, hizo una pausa. Observó a su
interlocutor, y también fue escudriñado por él, que estaba atentísimo a sus
palabras—. Yo jamás hubiese compuesto para mí un blasón con diecinueve torres,
como habéis hecho vos, ni hubiese escrito el latinajo que como leyenda figura
en él.
—Quieras o no quieras, Envidia, Lope es o
único o muy raro –recitó el dramaturgo, que había cambiado el gesto adusto por
uno jactancioso—. ¿Ése fue el motivo que inició nuestra enemistad? Porque antes
del comienzo de nuestras riñas, voacé escribió elogios sobre mi persona en su
Galatea.
—En el libro VI, Canto de Calíope.
—Y yo mismo hice lo propio con respecto a
vos en mi Arcadia.
—Y yo recuerdo con entrañable gratitud
que vos incluyerais un soneto mío en los preámbulos de La hermosura de
Angélica, su insigne obra –Cervantes hizo una pausa en busca de las palabras
adecuadas para la continuación de su discurso. Cuando las encontró, continuó
hablando—. La genialidad es un don de Dios, el orgullo un envío del diablo—.
Vos, Lope, sois lo primero, pero también abundáis en el pecado dicho.
—Nadie podrá decir que no lo he avisado
–replicó el fénix de los ingenios—. Yo mismo me he nombrado como fervoroso creyente,
pero también como gran pecador, y he dejado escrito que yo nací en dos
extremos, que son el amar y el aborrecer, no he tenido medio jamás.
—Y yo he sufrido en mis propias carnes
esa inercia terrible de su carácter –afirmó el alcalaíno—, pues consentisteis
en incluir un poema mío en la dicha obra suya, la Angélica, para después,
decidme como el peor poeta de nuestro tiempo.
—De poetas, muchos están en ciernes para
el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que
alabe a Don Quijote –repitió de memoria Lope el texto que hacía ya una decena
de años y un poco más, a finales del año del Señor de 1604, cuando la obra de
Cervantes no se había publicado aún, pero había trascendido su contenido por
los círculos literarios—. Lo segundo es una licencia, hasta yo mismo lo
reconozco, pero de lo dicho sobre vuestra poesía tiene mucho de cierto, porque
hay mucha más mala que buena circulando por los entresijos de la villa y corte.
—La envidia astuta tiene lengua y ojos
largos –plagió Cervantes anteriores palabras del gran Lope.
—La vida valenciana, acto I, escena IV
–reconoció el fénix de los ingenios—. Pero si creéis que es envidia la que me
embarga al reñir con vos, yo pienso de modo contrario, que es vuesa merced
quien hace uso de ese pecado. Y no puedo, por menos, que repetir yo también
palabras suyas: no hay amistades ni grandezas que se opongan al rigor de la
envidia.
—Antes citó voacé a mi Galatea, y ahora
lo hace con Los trabajos de Persiles y Segismunda –musitó Cervantes,
complacido—. Para no ser un escribano del gusto de vuesa merced, mucho interés
parecéis haber mostrado por mis libros.
—Ya le he dicho a voacé que critico su
poesía –replicó Lope, con soltura—. Bien sabéis vos que yo nunca podré denostar
de verdad al Quijote, porque eso sería como tirar piedras sobre el tejado de mi
sabiduría y buen gusto, ni a toda su prosa en general, aunque tengáis vos
narraciones prodigiosas y otras que lo son menos.
—Como todo hijo del Altísimo –terció
Cervantes, poco dado aún a la sumisión ante la más importante figura del teatro
de la época, y quién sabe de todos los tiempos—. Vuecelencia habrá notado en sí
mismo esos altibajos, a pesar de que Lope exista sólo uno o se dé rara vez.
—¡Qué rezongáis, vos! Las críticas
nocivas no fueron en un único sentido, de aquí para allá, y aún recuerdo una
coplilla en que vuecencia –Lope le devolvió la sorna del tratamiento entre ambos,
que antes ya había magnificado el complutense—, me decía Lopillo.
Cervantes recordó sus versos:
Por su vida, Lopillo, que me borres
las diez y nueve torres en tu escudo;
pues aunque tienes mucho viento, dudo
que tengáis viento para tantas torres.
Si queréis leer una reseña de esta gran historia: La escritura de la obra, en blog Imágenes y Portadas Mari Carmen
Libros Mablaz publica en estos tres blogs, cada uno
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