miércoles, 27 de abril de 2016

La Escritura de la Obra. Ricardo Muñoz Fajardo

Os traigo una muestra de un libro de la Editorial Libros Mablaz
de Ricardo Muñoz Fajardo  (pinchando en el nombre se accede a su biografía con enlaces a una obra variada y muy interesante que comprende con este, treinta títulos).

La Escritura de la obra
 Lo encontraréis en la Web de Libros Mablaz (siempre sin gastos de envío), o pidiéndolo en librerías, Casa del Libro... con su ISBN: 978-84-944937-5-1

Sinopsis:

Año de 1616. Miguel de Cervantes acaba de morir, y se empieza a celebrar el juicio por su alma. Cervantes es escritor de escasa obra, pero ha sido capaz de dar a luz la más importante de las obras escritas en lengua castellana, El Quijote, que redacta en dos partes separadas por diez años de diferencia. Pero Cervantes es mucho más que un mero escritor. De fuerte carácter, se ha batido en duelo, ha sido soldado en Lepanto, cautivo del turco infiel, enviado del rey a Orán, casado en unas nupcias poco tiempo afortunadas, recaudador de impuestos, hosco ladrón, y preso en varias cárceles del reino. Este libro recoge todas las andanzas del inmortal escritor, confirmadas y no, en las que demuestra que toda su vida fue una intensa aventura, salpicada de ficciones que hilan sus hechos con sus libros, y que concluye con una trama de misterio con un final que no pretende remover ninguno de los cimientos que sobre Cervantes se sabe, pero no ha de olvidarse que estamos ante una novela, y cada una de éstas son un viaje a la imaginación.
 Así comienza esta novela:

1 El abogado del diablo


El hombre cerró los ojos menos de un suspiro y, cuando los volvió a abrir, se encontró en un lugar que no conocía.
El ambiente de la sala era grisáceo, como envuelto en un tul que difuminara los colores, el espacio, el tiempo, repleto todo él en una bruma artificiosa que se movía y lo inundaba todo.
El prójimo era un sujeto barbado, viejo, vestido de luto riguroso, tras cuyos negros ropajes se distinguían los bordes blancos de su camisola, a juego con el tono de su gola.
Atendía al nombre de Miguel de Cervantes Saavedra, y oficios había tenido muchos, aunque durante los últimos años había perseverado más en el de escritor. Y más concretamente como novelista, porque como poeta era del montón y se había cansado de las imploraciones que tantas veces había tenido que hacer a los empresarios teatrales para que consintieran en representar sus dramas y comedias, que complacían tanto como displacían al público que iba a verlas.
El escritor se levantó de la silla que ocupaba e intentó caminar hacia donde creyó atisbar una salida, pero no pudo ni dar el primer paso, pues su pierna diestra se negó a obedecer la orden de su seso, y luego la izquierda hizo un desacato igual. E incluso una fuerza que le resultó invisible le empujó como de los hombros hacia abajo y le forzó a sentarse otra vez en su butaca.
El escribidor se sintió azorado, asustado por un hecho que, como buen cristiano que era, inmediatamente asoció a la intervención de lo divino a lo mejor, o diabólico a lo peor.
Postrado como estaba, se dedicó Cervantes a mirar nerviosamente en el entorno de la sala en donde estaba, para lo que profirió rigurosos movimientos de cabeza, que le cansaron pronto, lo que le hizo cambiar de estrategia, y sustituir los meneos de la mollera por el de los ojos, que le requerían mucho menos esfuerzo.
De entre las brumas de aquel cuarto indefinido y umbrío, surgió ahora un hombre unos quince años más joven que él, de bigote y barba muy perfilados, de tantos pelos canos como negros, vestido con los hábitos sacerdotales de unos votos tomados hacía más o menos un año.
—¡Lope! –exclamó Cervantes, sorprendido—. ¡Qué alegría veros por aquí!
Lope de Vega, que de él se trataba, se sentó enfrente del otro,  separados ambos por una tabla más que una mesa. El rostro del fénix de los ingenios tenía dibujada una sonrisa que parecía burlona, si no irónica o mordaz.
—Vos y yo hemos tenido fecundas amistades –expuso Lope, con voz dramática, como si estuviera interpretando a uno de los personajes de sus comedias— y sonoros rifirrafes, por lo que es un regalo para mis oídos el saber de vuestra bienvenida.
—Necesito de vuestra ayuda –repuso Cervantes atropelladamente, dejando de lado los circunloquios que, como a todo buen escribiente, le venían a la cabeza.
—¡Voto a Dios! ¡Vos solicitándome ayuda a mí!
—Sabéis ya que no es la primera vez que llamo a vuestra puerta.
—¿Y en qué consistiría ese socorro que me solicitáis?
—Estoy postrado en esta silla –lloriqueó Cervantes, con gesto compungido—. Como si una fuerza sobrenatural me anclara a ella contra mi voluntad.
—Y una fuerza sobrenatural os retiene.
—¿De qué habláis, Lope? ¿Acaso queréis confundirme?
—Confundido habéis estado siempre, e incluso habéis osado criticarme a mí, ese monstruo de la naturaleza –Lope se regodeó en estas palabras, un elogio promulgado por el mismo Cervantes hacia sus artes unos años atrás—, con más envidia que razón.
—La presunción es tan mala o peor que la envidia –adujo Cervantes, con meditada erudición—, y más si este pecado se supone en los demás, sin demostración otra que el pensamiento de que en los otros no hay reconocimiento de que vuesa merced sea un genio, que lo es, para lo bueno y para lo malo –el de Alcalá de Henares, o tal vez de Alcázar de San Juan, como afirmarían algunos en el futuro, hizo una pausa. Observó a su interlocutor, y también fue escudriñado por él, que estaba atentísimo a sus palabras—. Yo jamás hubiese compuesto para mí un blasón con diecinueve torres, como habéis hecho vos, ni hubiese escrito el latinajo que como leyenda figura en él.
—Quieras o no quieras, Envidia, Lope es o único o muy raro –recitó el dramaturgo, que había cambiado el gesto adusto por uno jactancioso—. ¿Ése fue el motivo que inició nuestra enemistad? Porque antes del comienzo de nuestras riñas, voacé escribió elogios sobre mi persona en su Galatea.
—En el libro VI, Canto de Calíope.
—Y yo mismo hice lo propio con respecto a vos en mi Arcadia.
—Y yo recuerdo con entrañable gratitud que vos incluyerais un soneto mío en los preámbulos de La hermosura de Angélica, su insigne obra –Cervantes hizo una pausa en busca de las palabras adecuadas para la continuación de su discurso. Cuando las encontró, continuó hablando—. La genialidad es un don de Dios, el orgullo un envío del diablo—. Vos, Lope, sois lo primero, pero también abundáis en el pecado dicho.
—Nadie podrá decir que no lo he avisado –replicó el fénix de los ingenios—. Yo mismo me he nombrado como fervoroso creyente, pero también como gran pecador, y he dejado escrito que yo nací en dos extremos, que son el amar y el aborrecer, no he tenido medio jamás.
—Y yo he sufrido en mis propias carnes esa inercia terrible de su carácter –afirmó el alcalaíno—, pues consentisteis en incluir un poema mío en la dicha obra suya, la Angélica, para después, decidme como el peor poeta de nuestro tiempo.
—De poetas, muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote –repitió de memoria Lope el texto que hacía ya una decena de años y un poco más, a finales del año del Señor de 1604, cuando la obra de Cervantes no se había publicado aún, pero había trascendido su contenido por los círculos literarios—. Lo segundo es una licencia, hasta yo mismo lo reconozco, pero de lo dicho sobre vuestra poesía tiene mucho de cierto, porque hay mucha más mala que buena circulando por los entresijos de la villa y corte.
—La envidia astuta tiene lengua y ojos largos –plagió Cervantes anteriores palabras del gran Lope.
—La vida valenciana, acto I, escena IV –reconoció el fénix de los ingenios—. Pero si creéis que es envidia la que me embarga al reñir con vos, yo pienso de modo contrario, que es vuesa merced quien hace uso de ese pecado. Y no puedo, por menos, que repetir yo también palabras suyas: no hay amistades ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia.
—Antes citó voacé a mi Galatea, y ahora lo hace con Los trabajos de Persiles y Segismunda –musitó Cervantes, complacido—. Para no ser un escribano del gusto de vuesa merced, mucho interés parecéis haber mostrado por mis libros.
—Ya le he dicho a voacé que critico su poesía –replicó Lope, con soltura—. Bien sabéis vos que yo nunca podré denostar de verdad al Quijote, porque eso sería como tirar piedras sobre el tejado de mi sabiduría y buen gusto, ni a toda su prosa en general, aunque tengáis vos narraciones prodigiosas y otras que lo son menos.
—Como todo hijo del Altísimo –terció Cervantes, poco dado aún a la sumisión ante la más importante figura del teatro de la época, y quién sabe de todos los tiempos—. Vuecelencia habrá notado en sí mismo esos altibajos, a pesar de que Lope exista sólo uno o se dé rara vez.
—¡Qué rezongáis, vos! Las críticas nocivas no fueron en un único sentido, de aquí para allá, y aún recuerdo una coplilla en que vuecencia –Lope le devolvió la sorna del tratamiento entre ambos, que antes ya había magnificado el complutense—, me decía Lopillo.
Cervantes recordó sus versos:
Por su vida, Lopillo, que me borres
las diez y nueve torres en tu escudo;
pues aunque tienes mucho viento, dudo
que tengáis viento para tantas torres.

Si queréis leer una reseña de esta gran historia: La escritura de la obra, en blog Imágenes y Portadas Mari Carmen 


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