domingo, 28 de febrero de 2016

El amo del mundo. Robert Hugh Benson. Clásico. Extracto

El amo del mundo.
Robert Hugh Benson.
Datos del libro, pinchando en: Blog de Ciencia Ficción Libros Mablaz



Sinopsis:
Benson es un abanderado del antimodernismo, y sobre las posibles consecuencias de la modernización del mundo o, lo que es lo mismo, de la extensión de la cultura a amplias capas de la sociedad, imagina un futuro de gran desarrollo tecnológico, como sería el nuestro en la actualidad, en que un político carismático consigue aunar en una misma nación o ente a todos los países hasta entonces disgregados. Su condición fundamental para esta reunificación global es que la creencia en Dios debe ser desarraiga del ánimo y espíritu de sus súbditos, exigencia que se llevará a cabo con todos los medios al alcance del poder.

Extracto:

Permítame antes meditar un momento —dijo el anciano, acomodándose en su sillón. Percy se reubicó en su silla y esperó, barbilla en mano.

Los tres hombres se encontraban sentados en una pieza de dimensiones medianas, muy silenciosa y amoblada con la extrema sobriedad de la época. No tenía ventanas, ni puerta, pues, desde hacía ya sesenta años, los hombres se habían percatado de que el espacio no se limita a la superficie de la tierra y habían empezado a construir habitaciones subterráneas: La casa del anciano señor Templeton estaba situada unos quince metros bajo el nivel de los muelles del Támesis, en un lugar considerado por todos como uno de los más cómodos: en efecto, él no tenía más que caminar unos cien pasos para llegar a la estación del segundo Círculo Central de los Automóviles, y la estación e las Naves Volantes de Blackfriars distaba apenas medio kilómetro de su casa. Sin embargo, habiendo cumplido más de noventa, años, el señor Templeton ya no salía nunca. El salón donde recibía a sus dos visitantes tenía los muros recubiertos de aquel pálido esmalte de jade verde prescrito por el Comité de Higiene y estaba iluminado por la luz—solar artificial descubierta por el gran Reuter cuarenta años antes. El color de la sala era agradable y fresco como el de un bosque en primavera, y el clásico radiador enrejado que la calefaccionaba y ventilaba a la vez, la mantenía a una temperatura de dieciocho grados centígrados. El señor Templeton era un hombre de gustos sencillos, que se contentaba con vivir tal como lo hiciera su padre antes que él. Los muebles de su salón, especialmente, eran algo pasado de moda, tanto en el dibujo como en su ejecución; sin embargo, todos habían sido fabricados según el sistema moderno, en esmalte ignífugo suave, sobre armazón de hierro, indestructibles, agradables al tacto e imitando la caoba. Algunas repisas cargadas de libros se alineaban a ambos costados de 1a chimenea eléctrica con pedestal de bronce ante la cual se encontraban sentados los tres hombres y en dos esquinas de la sala aguardaban los ascensores hidráulicos, uno de los cuales conducía al dormitorio y el otro al gran vestíbulo que daba acceso al muelle.

El padre Percy Franklin, el mayor de los dos visitantes, era un hombre de aspecto original y atrayente. No obstante contar escasamente treinta y cinco años, su cabello era de un blanco inmaculado. Bajo las cejas oscuras; sus ojos grises tenían un brillo extraño y profundamente apasionado; pero su nariz y el mentón prominentes, así como el dibujo muy marcado de los labios, daban al observador un testimonio de su fuerza de voluntad y su dominio de mismo. Los extraños por lo común lo miraban dos veces.

En cambio su colega y amigo el padre Francis, sentado al otro lado de chimenea, se acercaba más al tipo corriente. No obstante la expresión viva e inteligente de sus grandes ojos oscuros, el conjunto de sus facciones revelaba un carácter falto de energía; indicaba incluso cierta tendencia a una melancolía femenina la comisura de sus labios y la marcada pesadez de sus párpados.
En cuanto al señor Templeton, no era más que un hombre muy anciano, con un rostro vigoroso sembrado de arrugas y completamente afeitado, como era costumbre, por lo demás, en todo el mundo. Reposaba muellemente en su amplio sillón, apoyado en sus cojines de agua caliente y con una manta extendida sobre los pies.

Finalmente habló, dirigiéndose primero a Percy, que se encontraba sentado a su izquierda.

—Es muy difícil para recordar con exactitud sucesos tan lejanos —dijo—. Pero he aquí, más o menos, cómo imagino el encadenamiento de los hechos:

En Inglaterra la primera alarma seria que experimentó nuestro viejo Partido Conservador fue a raíz del famoso “Parlamento Laborista” en 1917. Esa elección nos probó cuán profundamente había penetrado el “herveísmo” en todo el ambiente social. Sin duda, habían figurado ya numerosos teóricos socialistas, pero ninguno había ido tan lejos como Gustavo Hervé, sobre todo en los últimos años de su vida; tampoco nadie había obtenido resultados más efectivos. Hervé, como acaso lo hayan leído ustedes en los manuales de historia, predicaba el materialismo y el socialismo absolutos, llevando al extremo todas sus consecuencias lógicas. A su entender, el patriotismo era un último vestigio de barbarie; y el placer sensual constituía el único bien seguro. Al principio, naturalmente, todo el mundo se burló de él. En nuestro partido, sobre todo, se sostenía que sin una religión seria imposible dar a las masas un motivo adecuado para un orden social, por elemental que éste fuese. Pero al parecer él tuvo razón. Después de la ruina definitiva de la Iglesia en Francia a comienzos del siglo, y las matanzas populares de 1914, la burguesía del mundo entero se aplicó a una seria labor de reorganización. Fue entonces cuando se inició el movimiento extraordinario cuyos efectos presenciamos hoy; un movimiento que tendía a suprimir toda diferencia de patria o de clases sociales después de suprimir completamente las instituciones militares. La masonería, de más está decirlo, dirigía todo este movimiento. Originado en Francia, se extendió bien pronto a Alemania, donde ya la influencia de Karl Marx….

Señor —le interrumpió respetuosamente Percy—, pero principalmente en Inglaterra…

¡Inglaterra! ¡Ah, sí…! Como le decía, en 1917 el Partido Laborista ascendió al poder, y ese fue el verdadero comienzo del comunismo. Aquello ocurrió en una época de la cuál no puedo conservar ningún recuerdo personal; pero que mi padre indicaba siempre esta fecha como el origen del nuevo estado de cosas. Sólo me asombra que la reforma no se produjera más rápido; supongo que se conservaba aún entre nosotros una fuerte proporción del antiguo fermento tory. Además, los siglos suelen correr más lentamente que lo anticipado, especialmente después de haber comenzado con un impulso fuerte. Pero el nuevo orden comenzó allí, y los comunistas no sufrieron nunca una seria derrota desde entonces, salvo el pequeño fiasco del ‘25. Blenkin fundó El Pueblo y cesó de publicarse el Times”; pero resulta extraño observar que la Cámara de los Lores sólo en 1935 fue oficialmente suprimida. En cuanto a la Iglesia establecida, había dejado de existir en 1929.
—¿Y los efectos religiosos de todo eso? —preguntó rápidamente Percy, mientras el viejo tosía suavemente y levantaba su inhalador. El sacerdote no quería salirse del  tema.
Esto es un efecto en mismo —dijo el otro—, más que una causa. Recuerde que los “ritualistas” —como se hacían llamar, después de un esfuerzo desesperado por entrar al Partido Laborista, acudieron en masa a la Iglesia católica después de la “Convocación” anglicana del ‘19, cuando se abandonó definitivamente el “Credo” de Nicea, y tal cosa no produjo ningún entusiasmo real salvo entre ellos. Pero si acaso hubo un efecto del “Desestablecimiento” final, pienso que fue éste: todo el resto de la Iglesia anglicana se congregó en la Iglesia Libre; y la Iglesia Libre, después de todo, no era nada más que un poco de sentimiento. La Biblia fue completamente dejada de lado como autoridad después de los renovados ataques alemanes en la década del ‘20; y la divinidad de Nuestro Señor, piensan algunos, existía sólo de nombre ya desde el principio del siglo. La “teoría kenótica” había conseguido eso. Además existió aquella extraña corriente entre los “Libreclesiales” aún antes, cuando pastores que no hacían más que seguir la corriente sensibles a ver de dónde sopla el viento, podríamos decir— abandonaron sus antiguas posiciones. Es curioso leer en las crónicas de aquel tiempo cómo fueron aclamados como “pensadores independientes”. Es exactamente lo que no fueron… ¿Por dónde iba? Ah, sí… Bien, eso despejó el camino para nosotros, y la Iglesia católica hizo entonces progresos extraordinarios por un tiempo. Y digo extraordinarios atendiendo a las circunstancias, porque debe recordar que las cosas eran muy distintas hace veinte o incluso diez años atrás. Yo pienso que, bien o mal, había comenzado la separación de las ovejas y los cabritos. Todos los espíritus religiosos eran católicos, e individualistas, en tanto que la gran masa de individuos repudiaban absolutamente lo sobrenatural y se convertían, hasta el último hombre, en materialistas y comunistas. Mas nosotros progresamos porque teníamos unos cuantos hombres excepcionales —Delaney el filósofo, McArthur y Largent, los filántropos, y otros. Pareció realmente que Delaney y sus discípulos se iban a llevar todo por delante. ¿Recuerda su “Analogía”? Oh, claro, está en todos los manuales…

Al producirse la clausura del Concilio del Vaticano —abierto en el siglo XIX y que hasta entonces jamás se había disuelto —, perdimos un gran número de adherentes por las definiciones finales. El “Éxodo de los Intelectuales”, lo llamó la prensa.

Las decisiones bíblicas… —aportó el sacerdote más joven.

En parte eso; y el entero conflicto que había comenzado con el auge del Modernismo al comienzo del siglo; pero mucho más por la condenación de Delaney y del Nuevo Trascendentalismo en general, como era entendido entonces. Él murió fuera de la Iglesia, usted sabe. Luego vino la condenación del libro de Sciotti sobre religiones comparadas… Después de eso el comunismo avanzó por oleadas, si bien muy lentas. No podrían imaginarse la emoción general cuando en 1960 se promulgó la Ley de las Industrias Necesarias. Muchos pensaron que esta nacionalización de las principales profesiones iba a sofocar todo espíritu de empresa; pero, como ustedes mismos han podido comprobarlo, no fue así. En el fondo, todo el país deseaba esta reforma.

¿En qué año se aprobó la Ley de Mayoría DosTercios? preguntó Percy.
Oh, mucho antes; entre un año o dos antes de la caída de la Cámara de los Lores. Fue necesario, pienso, o los Individualistas se hubiesen puesto como locos…
Bien, la Ley de Industrias  Necesarias fue inevitable; la gente había comenzado a darse cuenta, ya desde que los ferrocarriles habían sido municipalizados. Por un tiempo hubo un auge explosivo del arte, porque todos los Individualistas que pudieron, allí se metieron (fue entonces que se fundó la escuela de Toller; pero pronto se reencaminaron hacia empleos del Gobierno; después de todo, el seis por ciento como máximo de ganancia para empresas privadas no era una gran tentación, y el Gobierno pagaba bien.

Percy meneó su cabeza.

Sí, pero no puedo entender el presente estado de cosas. ¿No ha dicho usted que todo marchó muy lentamente?

—dijo el viejo —, pero no debe olvidar usted la Ley de Pobres. Eso estableció a los comunistas para siempre. Ciertamente Braithwaite sabía lo que hacía.

El sacerdote más joven miró inquisitivo.

La abolición del viejo sistema de Asilos y Retiros… —dijo el señor Templeton —. Todo esto es historia antigua para ustedes, por supuesto, pero yo lo recuerdo como si fuera ayer. Eso fue lo que tiró abajo lo que todavía se llamaba la Monarquía y las Universidades.

Ah —dijo Percy —. Me gustaría oírlo hablar de eso, señor.

Ya mismo, Padre… Bien, esto es lo que hizo Braithwaite. Por el viejo sistema todos los pobres eran tratados igual, y se sentían molestos. En el nuevo sistema están los tres grados que tenemos ahora, y la emancipación de los dos grados superiores. Sólo los absolutamente inútiles eran asignados al tercer grado, y tratados más o menos como criminales —por supuesto después de un cuidadoso examen. Entonces vino la reforma de las pensiones a la vejez. Bueno: ¿no ven cuán fuertes tuvo que hacer todo esto a los comunistas? Los Individualistas —eran todavía llamados Tories cuando yo era niño —los Individualistas ya no tuvieron más chance. Hoy no son más que un trapo viejo. La totalidad de la clase obrera —y eso significa el noventa y nueve por ciento de la gente estaba toda contra ellos.

Percy levantó la vista, pero el otro prosiguió.

Después vinieron la Ley de Reforma Carcelaria bajo Macpherson, y la abolición de la pena de muerte; luego, la ley definitiva de 1959 para la enseñanza, donde estableció el secularismo dogmático; más tarde, la abolición efectiva de la herencia por la Reforma del Derecho Testamentario .

He olvidado cuál era el antiguo sistema —musitó Percy.

Y, parece increíble, pero el viejo sistema era que todos pagaban igual. Primero vino el Acta de Herencia, y luego el cambio por el cual la riqueza heredada pagaba tres veces la tasa de la adquirida; que condujo a la aceptación de las doctrinas de Karl Marx en el ‘89 pero lo primero vino en el ‘77… Bien, todo esto mantuvo a Inglaterra al nivel del continente; ella había llegado a gatas a alinearse con él con el esquema final del Librecambio Occidental. Ése fue el primer efecto, como recordarán, del triunfo de los socialistas en Alemania.

¿Y qué hemos hecho para mantenernos fuera de la guerra del Este? —preguntó Percy con ansiedad.
¡Oh! Esa es una larga historia. En una palabra, América nos lo impidió, y perdimos la India y Australia. Esto es lo que estuvo más cerca de hacer caer a los comunistas desde 1925. Pero nuestro ministro Braithwaite ha compensado hábilmente esta pérdida obteniendo, de una vez por todas, el protectorado de África. Era un anciano entonces… El señor Templeton se detuvo para toser una vez más. El padre Francis suspiró y se reacomodó en su silla.
¿Y América? —preguntó Percy.

Ah, todo esto es muy complicado. Pero ella conocía su fuerza y se anexó el Canadá el mismo año. Eso fue cuando estábamos en lo más bajo…

Percy se levantó.
¿Tiene usted un Atlas Comparado, señor? —inquirió.
El viejo apuntó a un estante.
Allí… —indicó.
Durante algunos instantes, Percy examinó en silencio el gran mapa geográfico, extendiéndolo sobre sus rodillas.
Ciertamente es mucho más simple —murmuró, mirando primero el viejo abigarramiento del principios del siglo XX, y luego a los tres grandes manchones del XXI.
Movió su dedo sobre Asia. Las palabras IMPERIO DE ORIENTE se extendían sobre un amarillo pálido desde los montes Urales hasta el estrecho de Behring a la derecha, recorriendo con sus letras enormes la India, Australia y Nueva Zelanda. La mancha roja que el dedo señaló enseguida era mucho más pequeña, aunque no sin importancia, pues cubría toda Europa y la Rusia europea hasta los montes Urales y África hasta el sur, Finalmente, la REPÚBLICA AMERICANA formaba tina mancha azul que cubría la totalidad de ese continente y desbordaba a su izquierda en una miríada de chispas azules sobre el blanco de los mares.
Sí, más simple es —dijo secamente el anciano. Percy cerró el atlas y lo dejó junto a su silla.
Y ahora, señor, según su opinión, ¿qué va a suceder? El anciano político católico sonrió.
¿Qué va a suceder? —repitió—. Sólo Dios lo sabe… Si el Imperio de Oriente decide actuar, nuestros Estados Unidos de Europa no podrán resistir su poderío. ¡Y la verdad es que aún no comprendo por qué no se han resuelto a atacarnos! Imagino que el Oriente debe estar trabado por sus divisiones religiosas.
¿No cree usted que Europa puede llegar a dividirse? —preguntó el sacerdote.
¡Oh no, de ningún modo! Actualmente conocemos nuestro peligro. Y América ciertamente nos apoyará. Pero igualmente, ¡que Dios nos libre —o los libre a ustedes, debería decir si el Imperio de Oriente ataca! pues este imperio conoce ahora la magnitud de su fuerza.
Hubo un silencio por un segundo o dos. Una apagada vibración tembló en el aposento subterráneo al paso de alguna enorme máquina en la avenida de arriba.
Pero en cuanto a la religión —insistió Percy—, ¿qué porvenir le pronostica usted? Visiblemente cansado, el señor Templeton aspiró una gran bocanada de su inhalador de oxígeno. Después retomó su discurso.
Para resumir la situación —dijo—, ya no existen en el mundo sino tres grandes fuerzas: el Catolicismo, el Humanitarismo y las Religiones del Oriente. En
este último aspecto no podría predecir nada, aunque pienso que los Sufíes vencerán. Cualquier cosa puede pasar, el Esoterismo está haciendo enormes progresos, y eso significa Panteísmo; y la fusión de las dinastías china y japonesa ha desarmado todos nuestros cálculos. Pero en Europa y América, no cabe duda de que el conflicto existe únicamente entre los dos primeros elementos que acabo de nombrar. Podemos desechar el resto. Y yo creo, si desean que les diga lo que pienso, que, humanamente hablando, el Catolicismo ahora va a decaer rápidamente. Es totalmente exacto que el Protestantismo está muerto. Finalmente todo el mundo ha terminado por reconocer que una religión sobrenatural implica forzosamente una autoridad absoluta y que en cuestiones de fe el juicio individual no es sino el comienzo de la descomposición. También es cierto que la Iglesia católica, ya que es la única institución que pretende poseer una autoridad sobrenatural, con toda su lógica implacable, tiene la adhesión de todos los cristianos qué conservan cualquier grado de fe en lo sobrenatural. Han quedado unos pocos sectarios, sobre todo en América y aquí, pero no son importantes. Tolo esto es verdad, pero por otra parte no debemos olvidar que el Humanitarismo, contrariamente a la que se esperaba de él, se está convirtiendo en una religión organizada, aunque antisobrenatural. Es Panteísmo; está creando un ritual masónico, y posee además un Credo: “Dios es el Hombre”, etc. Por lo tanto, dispone ahora de un alimento real para satisfacer las aspiraciones de los espíritus místicos; cuenta también con una parte de idealismo, aunque sin exigir nada a las facultades espirituales. Además, ellos disponen de todas las iglesias, salvo las nuestras, y todas las catedrales; y comienzan por fin a alentar las aspiraciones del corazón. Ellos tienen plena libertad de exhibir sus símbolos; en tanto que a nosotros nos está prohibido. Soy de opinión que su doctrina será legalmente establecida como religión dentro de diez años, como mucho.
Entretanto, nosotros, los católicos, continuamos retrocediendo. Creo que en América contamos aún, nominalmente, con un 25 % de la población, gracias al admirable movimiento católico de los ‘20. En Francia y en España se puede decir que hemos desaparecido por completo; en Alemania, nuestras filas ralean de día en día. Mantenemos nuestra posición en el Este, por cierto; pero aún allí no somos más que uno en doscientos según las estadísticas y desparramados. ¿Y en Italia? Allí hemos reconquistado Roma, que de nuevo nos pertenece exclusivamente, pero nada más. Por último, aquí conservamos toda Irlanda y acaso uno en sesenta en Inglaterra, Escocia y Gales, teniendo en cuenta que hace setenta años nuestra proporción era de uno en cuarenta. Y está el enorme progreso de la psicología —netamente en contra nuestra, desde más de un siglo. Primero, vean, era el materialismo puro y simple, que más o menos fracasó —era demasiado torpe —pero la psicología corrió en su ayuda. Ahora la psicología cubre todo el resto del terreno; y pretende haber dado cuenta de lo sobrenatural. Ésta es la cadena. Desgraciadamente, padre, no cabe la menor duda de que estamos perdiendo. Y seguiremos perdiendo, y creo que debemos estar preparados para afrontar una catástrofe de un momento a otro.

Sin embargo… —empezó Percy.
Pensará usted que, para un anciano como yo, que se encuentra al borde de la tumba, mis ideas son bien pesimistas. ¿Qué quiere usted? He querido ser absolutamente franco. Por mucho que me esfuerce, no vislumbro la menor esperanza. Es más, me parece que en estos momentos bastaría el menor incidente para precipitar nuestra ruina total. No, ya ve usted que no encuentro ninguna esperanza salvo en…
Percy lo miró fijamente.

¡Salvo en el día en que Nuestro Señor regrese, como lo ha prometido! —terminó el anciano estadista.

El padre Francis suspiró otra vez, y cayó un silencio.

¿Y la caída de las Universidades? —dijo al fin Percy.

Querido Padre, fue exactamente como la caída de los monasterios bajo Enrique VIII: los mismos resultados, los mismos argumentos, los mismos incidentes. Eran las fortalezas del Individualismo, como los monasterios del Papismo; y eran miradas con la misma suerte de aprensión y envidia. Entonces comenzó la misma suerte de observaciones… acerca de la cantidad de oporto que consumían, y así; y de golpe la gente dijo que habían cumplido su ciclo; que sus moradores tornaban los medios por fines: y había, por cierto, bastante más motivo de decirlo. Después de todo, puesto lo sobrenatural, las casas religiosas eran una consecuencia obvia; pero el objeto de la educación seglar es presumiblemente la producción de algo invisible —o carácter o capacidad, y pareció casi imposible las Universidades producían eso— en forma que valiera la pena. La distinción entre las partículas griegas ού y ή no es un fin en sí; y la clase de persona producida por su estudio no era algo que interesara a la Inglaterra del siglo XX. Yo no estoy seguro de que a mismo me interesara mucho (y yo fui siempre un individualista a rajatabla) excepto en lo patético…

¿Cómo? —dijo Percy.

Oh, fue patético de veras. Las Escuelas Científicas de Cambridge y el Departamento Colonial de Oxford fueron la última esperanza, y perecieron. Los viejos dómines se arrastraron con sus libros, pero nadie los precisaba: eran demasiado teoréticos. Algunos rodaron a los “Asilos”, primero y segundo grado: otros fueron recogidos por clérigos caritativos: hubo un intento de concentrarlos en Dublin, pero falló, y la gente los olvidó pronto. Las construcciones, ustedes saben, fueron usadas para esto y lo otro. Oxford se convirtió en un establecimiento de ingeniería por un tiempo, y Cambridge en una especie de laboratorio del gobierno. Yo estaba en el King’s College, saben. Por supuesto que fue horrible como lo que más, aunque por fortuna guardaron la capilla abierta, aunque fuera como museo. No era lindo ver a los presbiterios henchidos de modelos anatómicos. Sin embargo, quizá no sea peor eso que llenarlos de incensarios y roquetes…

¿Qué le pasó a usted?

Oh, yo entré temprano en el Parlamento, y tenía unos pocos ahorros míos. Pero para algunos fue muy duro; obtuvieron pequeñas pensiones, por lo menos los incapacitados. Y sin embargo, no sé; se me hace que tenía que venir. Eran poco más que reliquias pintorescas, ¿verdad? y no tenían ni siquiera el ornamento de una fe religiosa.

Percy suspiró de nuevo, mirando la jocosamente ensoñada cara del anciano. Luego, de golpe, cambió tema de nuevo.

¿Y acerca de ese Parlamento europeo?

El viejo comenzó:
—Creo que va a llegar, si se halla a un hombre capaz de empujarlo. Toda esta centuria ha ido llevando a eso, como usted ve. El patriotismo ha ido muriendo a chorros; pero tenía que morir, como la esclavitud y el feudalismo, y otras cosas, bajo el influjo de la Iglesia católica. Mas he aquí que la obra ha sido hecha sin la Iglesia, y el resultado es que el mundo se está alineando contra nosotros: es un antagonismo organizado, una especie de Anti—Iglesia Católica. La Democracia ha hecho lo que la Monarquía cristiana debió hacer. Si ese proyecto prospera, creo que tenemos que esperar de nuevo algo como persecución… Pero, a su vez, la invasión del Oriente puede salvarnos… No se…

Percy permaneció inmóvil unos momentos y luego se levantó.

Me veo obligado a partir, señor, pues ya son más de las diecisiete horas dijo, recayendo en el esperanto. Le estoy enormemente agradecido. ¿Me acompaña usted, padre?

El padre Francis se levantó también, con su fino traje gris oscuro permitido a los clérigos, y tomó su sombrero.

Y bien, Padre —dijo el anciano, dirigiéndose a Percy— vuelva a verme uno de estos días si no me ha encontrado demasiado charlatán. Imagino que tendrá usted que escribir su informe a Roma.

Percy asintió.

Esta mañana ya escribí la mitad —contestó—. Pero comprendí que me sería necesario informarme un poco más para poder entender correctamente lo que pasa. No sabe cuánto le agradezco su ayuda. En realidad, implica un trabajo delicado este informe diario que debo enviar al cardenal—protector. Tengo la intención de renunciar .a esta tarea, siempre que el cardenal me lo permita.

¡Mi querido Padre, no lo haga usted! Si me autoriza a hablarle con toda sinceridad, debo decirle que le encuentro dotado de un poder de observación extraordinariamente penetrante, y Roma, sin una información equilibrada, no puede hacer nada. Y no creo que sus colegas sean tan hábiles como usted.
Percy sonrió, elevando las negras cejas suplicantes.
Vamos, padre —dijo.
Los dos sacerdotes se separaron en los peldaños del corredor, y, ya solo, Percy se detuvo unos instantes a contemplar la escena otoñal que se desarrollaba a su alrededor. Lo que acababa de escuchar de labios del anciano le parecía iluminar de un nuevo y extraño brillo el cuadro magnifico de prosperidad que se extendía ante sus ojos.
Le rodeaba una luminosidad tan intensa como la del pleno día, pues con los últimos progresos de la luz artificial en Londres no existía diferencia entre el mediodía y la noche. El joven sacerdote se encontraba en una especie de claustro cerrado por grandes vitraux, cuyo piso estaba tapizado con un material de caucho que sofocaba el ruido de las pisadas. A sus pies circulaba un doble torrente infinito de personas que iban hacia la derecha y la izquierda, sin que se escuchara más que el rumor de las conversaciones en esperanto. A través del cristal duro y transparente que cerraba de un lado el corredor público, el sacerdote podía contemplar un ancho camino oscuro enteramente vacío; pero pronto un gran clamor se elevó del lado de Westminster, parecido al zumbido de una gigantesca colmena, y casi inmediatamente un enorme objeto luminoso se deslizó sobre el camino. Enseguida fue apagándose gradualmente la intensidad del ruido, a medida que el gran Tren Automóvil Nacional que llegaba del Sur proseguía su camino hacia el Este. Era esa tina ruta privilegiada sobre la cual podían transitar exclusivamente los vehículos del Estado y a una velocidad que no debía exceder de los ciento cincuenta kilómetros por hora.
En la ciudad encauchada todos los ruidos estaban atenuados. Las aceras rodantes para peatones se extendían a unos cien metros de distancia y la circulación subterránea se adivinaba sólo por una leve vibración del piso. Pero cuando Percy ya se decidía a marcharse, se oyó de pronto una nota musical que parecía brotar de la bóveda celeste, un prolongado acorde de una belleza y una intensidad maravillosas. Apartando los ojos de las aguas apacibles del Támesis, único elemento que había rehusado hasta entonces cualquier intento de transformación, divisó a una gran altura, destacándose de las nubes fuertemente iluminadas, un objeto largo y delgado impregnado de una luz muy suave, que se deslizaba hacia el Norte, desapareciendo rápidamente sobre sus alas desplegadas. Este delicioso llamado musical era la señal de las líneas europeas de las grandes Naves Volantes que anunciaba la llegada de uno de sus aéreos en las diferentes estaciones donde se detenía.

“¡Hasta el día en que Nuestro Señor regrese!”, se repetía Percy, y súbitamente volvió a oprimirle el pecho la antigua angustia. ¡Cuán difícil era mantener los ojos fijos en tan lejana perspectiva mientras el mundo, inmediato y próximo, ofrecía infinitas atracciones en su esplendor y su fuerza! ¡Oh! Él había discutido una hora antes con el padre Francis que el tamaño no era lo mismo que la grandeza y que lo exterior pujante no podía desplazar lo interior sutil; y había creído lo que había dicho… pero la duda permanecía hasta que la hizo callar con un fiero esfuerzo, gritando en su corazón al Pobre de Nazaret que conservara su corazón como el corazón de un niño.
Apretó los labios, preguntándose cuánto tiempo el padre Francis podría soportar la presión, y descendió los escalones.


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