II Premio Somnium de Ciencia ficción y fantasía, convocada por la editorial Libros Mablaz.
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Sinopsis
El amor no estremece las voluntades. Es el miedo. El miedo en todas sus
manifestaciones. El terror cerval de los hombres a la soledad, a ese misterioso
hueco que no comprendemos. El amor es, en todo caso, un ardid para enmascarar
esa terrible angustia existencial que arrastramos desde que nos traen al mundo.
Llega, se acomoda, huye. No como el desasosiego, que se introduce en el tuétano
hasta que morimos.
Este libro va dedicado a todas las mujeres maltratadoras. A todas las
esposas violentas. A todas las que insultan, golpean, humillan, menosprecian y
asesinan a sus esposos…
Hablamos de esposas que invaden los espacios y los tiempos de ellos.
Mujeres que, en su terrible debilidad, cruzan la frontera yendo más allá, a ese
lugar que todo ser humano tiene prohibido: El otro. Salirse de uno mismo para
asediar a la pareja no es humano. Es animal. Tal vez una exaltación miserable o
un instinto insectívoro. Muchas de ellas usan la violencia para esconder su
propia inmadurez, con la tranquilidad de saber que el sistema las ampara y las
protege. Otras arrojan a sus hijos contra ellos, como dardos que hieren. Estas
mujeres no aman. No pueden. No saben. Cosifican al marido y a los hijos. Son
insensibles, arrogantes, eternas.
Una plaga.
Blatta repetida, multiplicada.
Sobre la cama se dibuja el perfil quebrado de Remigio Sabín. El hombre acaba de despertar de un sueño muy extraño. Yace boca arriba, con las piernas estiradas y los brazos pegados al cuerpo. Parece un cadáver que haya cobrado vida. Con desgana retira la sábana y apoya sus pies sobre el suelo. Aún no se decide a encender la luz de la mesilla. Tiene dentro un no sé qué semejante al miedo. En el hueco negro del cuarto el cuerpo de Remigio Sabín, seco, esquelético, suda por el vapor acumulado. La puerta está cerrada. Ha llevado cerrada toda la noche. Como la ventana. La única de la habitación, que mira hacia uno de los pasillos de la vivienda. Huele a moho. Y a transpiración. El frío de las losas, intenso, gatea sinuoso por sus tobillos buscando la zona torcida. Al pasar por las rodillas los huesecillos le tiemblan y rozan unos con otros. Pero el murmullo es tan débil que nadie podría percibirlo. Remigio Sabín se toca los párpados y con las yemas de los dedos los aplasta levemente. Siente placer frotando la piel escamosa y peluda. Con dos o tres pasadas el hombre, despierto ya del todo, comienza a reconocer la oscuridad. En ese pozo ennegrecido por la ausencia del día, la mente se le vuelve más lúcida y penetrante. Luego abre sus dedos y peina los cabellos hacia atrás, con un deje presumido. La superficie de la cama, desligada por fin del peso del cuerpo, recupera lentamente su estado primitivo. Y el calor que impregnaba las sábanas se eleva ahora hasta el techo en una gasa informe. Remigio Sabín respira con dificultad. Apenas un silbido que entra y sale de un pecho hundido. El hombre acaricia su torso y juguetea con la punta de los dedos, como si estuviera rascándose. Es, puramente, un acto reflejo. Espontáneo y entretenido. No más. Cuando pasan unos minutos nota el calambre brotar de sus extremidades y Remigio Sabín se estira buscando los límites desconocidos, la distancia máxima entre sus manos. ¿Pretende acaso alcanzar las paredes, los extremos ocultos y callados del dormitorio? El bostezo deforma sus labios creando en el silencio una máscara deforme. Sus dientes aparecen de pronto en una hermosa línea, como granos de maíz, pequeños, redondos, amarillos.
Una noche densa e inquieta soñando con imágenes desconocidas. Remigio Sabín permanece inmóvil, callado, tratando de oír cualquier minúsculo signo de vida. Luego se pone de pie con un ligero temblor de las piernas. El hombre, desnudo, muestra los ondulados pliegues de la carne. Está muy delgado. Porque desde aquello apenas si come. Y bebe lo necesario para no entrar en una desesperación innecesaria. Piensa en ella. Aun dentro de la oscuridad cree apreciar la mirada inquisitiva, la altivez de su figura, la pose exacta de su nervio. La ama. Desesperadamente. Igual que un niño de pecho. La necesita para vivir los días que le quedan.
Distraído, Remigio Sabín dobla la figura en busca de la perilla. Cuando la encuentra la toma entre sus manos y la luz se hace de pronto, disparada del foco rodeado de una tulipa de colores vivos, violáceos, que dan a la habitación el hechizo de un cuento de hadas. Los ojos guiñados parpadean, doloridos. Hasta que la nueva realidad se acomoda a su endebilísima existencia, Remigio Sabín se muestra indeciso, pastoso. Un junco en el suelo movido por el viento suave del raso daría una sensación más compacta que la de él en medio del cuarto.
Unos pasos se acercan desde la distancia. El rumor de una tela sobre unos muslos carnosos. Remigio los percibe. Tiembla. Se agacha. Y enrosca su cuerpo desigual en un rincón cercano, justo al lado de la ventana, bajo ella. Abraza el hombre sus piernas con unos miembros muy largos y huesudos. El leve bisbiseo se vuelve cada vez más sonoro, acercándose. Alguien viene hacia él. Ella. No podría tratarse de otra persona. La cerradura de la puerta gime cuando entra en el hueco la llave. Una vuelta, dos vueltas. Luego un golpecito del acero en la lámina que le separa del vacío. La puerta se abre. Lo justo para no poder salir y para que nadie pueda entrar. La mano asoma. En uno de sus dedos estalla un cristal opalino. Sostiene una bandeja azul. Sobre ella una taza humeante y al lado unas pastitas, una servilleta y un vasito de agua. La bandeja la colocan en el suelo y después cierran de nuevo la puerta dejando la habitación como al principio. No ha cambiado nada, piensa el hombre. Solamente algunos objetos que alteraron su posición durante unos instantes. Obedeciendo tal vez la inteligencia de alguien o simplemente por el azar, que suele ser así de caprichoso y de reservado.
Remigio Sabín sigue sentado sobre el suelo. Siente los huesos propios clavados sobre la superficie dura. Y sus brazos, velludos, continúan abarcando unas líneas óseas que le permiten caminar de vez en cuando. Cuando imagina que ella ya está lejos, despliega su cuerpo, se apoya sobre la pared con la palma de la mano y, con un esfuerzo titánico, se pone otra vez de pie. Han pasado unos minutos en el seno del silencio y de la soledad. En verdad ―se dice― apenas si tiene hambre. Se acostumbró con el tiempo al ayuno. Cada día menos. Cada día menos. Cada día menos. Desde el comienzo de todo. Ahora ese todo estaba tan lejos en su memoria que le daba miedo pensar en lo sucedido. Sin embargo, Remigio Sabín seguía siendo una persona inteligente y algo dentro de él insistía en que continuase alimentándose. Instinto. ¿Instinto? Puede. O el destino. Nunca se sabe. Pasito a pasito camina por el cuarto hasta llegar a la puerta. Una vez en ella se agacha y toma la bandeja por los filos, para evitar la inclinación que traería consigo el desastre. Vuelve, se detiene, piensa, duda, y decide comer esta vez sobre el borde de la cama. En otras ocasiones se encontraba tan débil que lo hacía sentado, al lado mismo de la puerta, apoyado sobre la pared, la espalda ligeramente encorvada. Hoy, sin embargo, había decidido, nadie sabe bien el motivo, hacerlo sentado sobre lo tierno. Como un señor de postín. Toma la cucharita y la introduce en la taza caliente. Remueve el líquido. Huele bien. Leche de niño. Calentita. Azucarada, como a él le gusta. Hay tres pastas. Una cuadrada, con granitos de azúcar desparramados por lo alto. Brillan esos granitos. Estrellas en la luz artificial, piensa. Otra triangulada. Casi equilátera. Con un nombre grabado sobre la masa. Letras grandes, huecas, curvas, que dejan bien claro la marca del alimento. La última, redonda. Suave su sombra sin fin. También azucarada. Remigio Sabín se lleva a la boca la pasta cuadrada y la triangular. Las ha mojado rápido en la leche caliente. No mucho tiempo porque si se pasa se ablandan tanto que caen al fondo. Y sabe que eso le da mucho coraje. Mastica despacio. Y como está solo no le importa dejar la boca casi abierta, aunque se vea la comida mientras engulle. Total, como no hay nadie sobran las posturas adecuadas. Al acabar de comer, cuando ya ha notado la bajada de las pastas por el esófago, toma la taza con mucho cuidado y la acerca a sus labios. Bebe. De dos sorbos en dos sorbos. Paladeando. Gustando el sabor de la bebida. Sólo cesa un poquito al llegar al fondo. Entonces, agita la taza en el aire dando un movimiento de giro a su muñeca. Y al final, de un solo trago, termina. Remigio Sabín sabe que hasta que no pasen unos minutos la puerta no volverá a abrirse. Pero como el hombre duda si le entrará o no de nuevo el sueño, se retira de la cama, volviendo otra vez hasta su rincón. Allí se vuelca mirando hacia abajo, donde se juntan las dos paredes anguladas con el suelo. Está con las tibias apoyadas en las losas, con las rodillas juntas y los antebrazos casi paralelos. La vista fija en un agujerito oscuro. Con la punta de sus dedos y ejerciendo un ridículo esfuerzo, desmenuza trocitos de la pasta redonda que no comió. Porque el hombre la reserva para el animalito que sale del hoyo en cuanto huele la comida. Los polvos azucarados tardan un poco en crear el milagro. Pero sabe que todo llega. Alguna vez sucede lo que tiene que suceder. No es más que esperar. Saber esperar al momento exacto. Y cuando este momento llegue, permanecer atento al animalito negro, a sus patitas quebradas como las suyas propias, alerta a la boquita que se abrirá y se cerrará llevando consigo figuritas pequeñísimas de pasta. Así, el animal ovalado, de aspecto agradable, con el abdomen blando y gris, logrará llenar un poco más su despensa, para el frío que se acerque de improviso. Remigio Sabín observa de cerca, dilatando sus pupilas hasta el dolor. Y callado, todo lo callado que un ser humano puede estar cuando su alma se encuentra casi desleída. Por este detalle Remigio Sabín pasará el día y la noche siguientes en plena felicidad. Aunque la dicha completa, sabe él bien, no podrá ser. Salvo que ella decida entrar. Como aquel día de hace tanto. Cuando todo fue resuelto y calculado. Si ella le visitase, si entrara en la habitación, si se sentara en el filo de la cama, con él, junto a él, pierna con pierna, si esto sucediera… Pero, para qué fantasear en lo que el mundo ha negado desde que es mundo. Sabe que esos pensamientos han sido solamente un pequeño disparate fruto de su mente ridícula. ¡Tantas veces lo oyó! ¡Tantas! Hasta que la idea le fue cuajando en el ser y Remigio Sabín comenzó a partir de ahí a pensar que él no era como todos los demás. Es verdad que, por fuera, cuando se encontraba frente al espejo o al hablar con sus compañeros, no apreciaba ninguna diferencia digna de reseñar. Todo eso era cierto. Pero ella insistía tanto…
La puerta se abrió de nuevo. Ha cogido a Remigio Sabín distraído. Absorto en sus pensamientos recurrentes. El pecho del hombre dio un brinco. Del susto, claro. Tosió. Volvió a toser con la boca tapada por un puño irregular. Ella ha entrado en el cuarto. Camina despacio observando detenidamente, casi con cariño, lo poco que hay. Porque la habitación de él es posiblemente una de las habitaciones más austeras del mundo. O tal vez la que más. Ella anduvo hasta la mesilla, sin mirarle. Colocó el librito derecho, con sus dedos finos, blancos. Recogió del suelo la ropa sucia. La mujer comprobó el olor acercando las prendas a la nariz. E hizo un mohín de asco. Remigio Sabín, desde abajo, enroscado, la observaba con un aire de tristeza y de miedo. Con los ojos hacia arriba, el hombre no se atrevía a murmurar nada. La mujer se agachó y tomó la bandeja que yacía sobre la cama. Lo hizo con una mano. Con la otra agarraba las ropas encogidas. Quedó de pie, en medio del cuarto, durante unos instantes, pensativa, atravesando con la mirada todos los pormenores. Luego, volviendo en sí, se dirigió hacia la puerta, atravesándola. La llave sonó, agria, en sus dos vueltas. Más tarde, cosa de unos minutos, alguien abrió ligeramente la ventana. Remigio Sabín se alegró. Necesitaba un poco de aire sano y fresco. Y oxigenar el cuarto, que apestaba a fracaso y a sudor. Ya no volvería hasta bien entrada la noche.
El tiempo en la habitación consistía en un trasiego constante de pensamientos y de imágenes por la mente del hombre. Era imposible otra cosa. La luz de la mesilla casi siempre encendida. Menos en esos momentos de descanso, de tarde en tarde. O para dormir. Cuando el cansancio llegaba. Porque no estaba claro si el día o la noche se habían volcado sobre ellos. Dentro era otra cosa. Más embebido. Más trágico. Igual que una obra de teatro de la que esperas alguna escena conmovedora y de la que no obtienes más que silencios y rostros desencajados. Remigio Sabín observó el agujerito del rincón. El animal se había escondido. Pero no por temor. Con él, pensaba, nadie debería jamás sentir eso tan horrible. Él era un hombre bueno. Un alma sensible. A pesar de cargar con la arrogancia de sus pensamientos, el bueno de Remigio Sabín intuía que su corazón chorreaba sencillez. Ya de pie caminó dando un paseo como todas las mañanas. Recorría el rectángulo de tres por cuatro dando vueltas. Lento. De lo contrario llegarían los mareos. Y los giros imaginados solamente en su cerebro. Le pasó una vez al principio de todo. Aún desacostumbrado al tamaño del cuarto se puso a caminar más rápido de lo debido y al poco su cuerpo cayó sobre el suelo. Luego, a cuatro patas, consiguió agarrar el filo del colchón y arrastrar su peso hasta colocarlo sobre la cama. Ya no más, se dijo. Nunca más. Pero hoy, Remigio Sabín avanza tan despacito que tarda varios minutos en alcanzar el confín de su territorio. Luego tuerce a un lado, observando la pared, las pequeñas manchitas que aparecieron cuando aún él no había llegado. Los cuadros colgados. De flores. O de él mismo, de pequeño, en la comunión. Se entretenía colocando cada uno correctamente, imaginando su derechura, creando en su mundo una ficción, una mentira. Así recorría la estancia formando con sus pies infinidad de rectángulos invisibles en el suelo, redondos por las esquinas, amontonados unos sobre otros. Un camino sin ningún objetivo claro...
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